GARABATOS EN EL DICCIONARIO

En los tiempos ―no tan lejanos como nos parecen ahora― de la bonanza económica, uno de los signos de que el nuevo curso se acercaba era el olor de los libros recién comprados. El delicioso, inconfundible pero imposible de definir, aroma que desprende el libro al que se libera de su precinto de plástico y que se abre por primera vez. Los alumnos acudían a clase con sus mochilas repletas de ellos, yo me dedicaba a abrir cajas que dejaban salir su maravilloso contenido de ejemplares adquiridos para la biblioteca del instituto. El olor a papel recién estrenado y a páginas por descubrir nos envolvía a todos.

Desde que la sombra de la crisis nos alcanzó y empezaron los recortes, hemos visto pocos libros nuevos en nuestro centro. Todos los años por estas fechas hacemos recuento de los ejemplares con que contamos para cada asignatura y organizamos su préstamo a los alumnos por el plazo de un curso. Es una actividad altamente satisfactoria si se piensa en el considerable ahorro que supone para las familias no tener que invertir en la compra de libros de texto, pero que se ve empañada por el grado de deterioro que están alcanzando estos ejemplares que han pasado ya por seis o siete generaciones de estudiantes y en cuya renovación la administración no parece dispuesta a invertir ni un euro. Un alto porcentaje de nuestros libros de Lengua, por ejemplo, tienen las cubiertas arrancadas, los ejercicios resueltos (no siempre acertadamente) y ostentan en su interior mensajes y dibujos de variado pelaje. No puedo evitarlo: cada vez que hago entrega de uno de esos maltrechos ejemplares a un ilusionado alumno de primer curso, se me cae el alma a los pies. Recuerdo el atractivo que tenía para mí a su edad el hecho de estrenar libros.

No negaré, con todo, que hay ciertos encantos que se desprenden de las precarias circunstancias actuales. Por ejemplo, los datos de los anteriores usuarios, anotados en pegatinas en el interior de la portada, son una indudable fuente de comentarios y evocaciones; los alumnos se asombran de constatar que tal chico o tal chica, mayorcísimos ya y en trance de ir a la universidad, fueran en algún momento tan jóvenes como ellos. Por mi parte, cuando descubro el nombre y los apellidos de un alumno que ha pasado por mi clase, escrito con su letra infantil de recién llegado al instituto, me inunda la nostalgia. Otras veces, en cambio, se producen situaciones molestas o incluso violentas; he de confesar que mi concepto de la niñez, sin duda un tanto ingenuo, se tambalea una y otra vez ante la contemplación de dibujos obscenos y de mensajes dignos de adornar las paredes de los servicios del peor antro, superpuestos a las tablas de verbos regulares o a encantadoras lecturas de carácter infantil.

En relación con todo esto, me viene a la memoria una preciosa anécdota que cuenta Aldous Huxley en un breve ensayo sobre arte titulado Garabatos en el diccionario: Un librero amigo suyo lo convocó lleno de emoción para enseñarle su último descubrimiento; cuando Huxley acudió a su reclamo y vio que se trataba de un diccionario de latín-francés de finales del siglo XIX, se llevó una gran desilusión. Pero esta duró poco: hasta que su amigo abrió el libro y le enseñó el dibujo de tres caballos tirando de un carro realizado a mano en la solapa. El propietario del diccionario tenía, al parecer, un talento extraordinario para el dibujo y se había dedicado a decorar sus páginas para hacer más ligeras las horas dedicadas al estudio. No era de extrañar la calidad de tales adornos, porque el libro había pertenecido a un joven estudiante llamado Henri de Toulouse-Lautrec.

Toulouse-Lautrec tenía dieciséis años y ya había sufrido el infortunado accidente que le impidió alcanzar un desarrollo normal cuando utilizó el diccionario de latín que de tal modo maravilló a Aldous Huxley. Tenía una edad impropia para el sufrimiento que le había tocado afrontar y también para la increíble garra y la soltura con las que manejaba su lápiz. En su ensayo, Huxley describe brevemente los dibujos que jalonaban las páginas de ese ejemplar de valor extraordinario: soldados y jinetes galopando, estudios de los cascos de un caballo al trote, caballos en su esplendor y otros viejos y cansados. Todo el universo propio del heredero de una familia noble, al que la mala suerte había privado del acceso al mundo de la destreza física y el deporte, pero al que la fortuna había dotado de un increíble don para el arte.

Basta meter en un buscador el nombre de Toulouse-Lautrec para encontrar un sinfín de dibujos y pinturas con el caballo como tema central, como el óleo que acompaña estas líneas, titulado Artillero ensillando su caballo, realizado por las mismas fechas en que el joven artista decoraba su diccionario para ahuyentar el tedio de las clases. Me pregunto en manos de quién andará hoy en día ese diccionario bendecido por el más bello de los deterioros, del que no he sido capaz de encontrar rastro alguno en la red, aparte de su mención en el ensayo de Huxley. Me gusta también fantasear con la idea del joven aristócrata de salud precaria esperando a que se diera la vuelta su profesor para dejar fluir su lápiz sobre cualquier rincón en blanco. Y puestos a imaginar, por qué no pensar también en Rembrandt y en Durero y en Leonardo, jóvenes y aburridos de su rutina escolar, entreteniéndose en estropear Biblias y Eneidas y Diálogos de Platón con las maravillas surgidas de sus mentes y sus manos.

Comentarios

  1. Qué comentario tan bonito. Yo, como buena niña de la posguerra, he tenido siempre un respeto reverencial por los libros. Y lo conservo. Sigo siendo incapaz de los mínimos subrayados, notas, ... En ocasiones me recrimino ese exceso de "limpieza" Pero encuentro que algunos tienen una enorme ingenuidad . Encontré en una Enciclopedia Alvarez de Primer Grado de una familia con 10 hijos el siguiente: Este libro es mío. Es de Fernandín. ¡Qué necesidad de afirmar algo como propio y exclusivo en una familia donde era necesario compartir tanto!
    Es maravilloso que la vida ponga en contacto a personas, artistas excepcionales en un momento de su vida. L

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    1. A mí me sucede lo mismo que a ti: me cuesta mucho hacer incluso un mínimo subrayado a lápiz en un libro, y sin embargo, aprecio enormemente encontrar el rastro de anteriores lectores. Es deliciosa la anécdota del pequeño Fernandín dejando bien claro que ese libro era suyo y de nadie más en esa casa atestada de niños.

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