LO QUE VEO DESDE MI TERRAZA

Una de las más certeras presentaciones de un personaje que recuerdo haber leído la realiza Clarín en la archiconocida escena inicial de La Regenta. En ella nos introduce la figura de Fermín de Pas, el Magistral ambicioso que oculta bajo sus vestimentas clericales pulsiones demasiado humanas, y nos lo muestra encaramado a la torre de la catedral de Vetusta, oteando la ciudad como si de una posesión se tratara, meditando sobre su trayectoria ascendente y despreciando a los vetustenses igual que a insectos sometidos a su inspección. El novelista no gasta palabras para retratar la altanería y el afán de dominar de su protagonista; al lector le queda tan claro, que almacenará en el recuerdo esta imagen del Magistral mirando sus dominios desde el campanario y la conservará mucho tiempo después de que la mayoría de los detalles de esta novela densa y terrible se hayan borrado de su memoria.

Siempre me acuerdo de Fermín de Pas cuando me asomo a una terraza o subo a una torre. Comparto con esta criatura de ficción el gusto por las alturas: no hay ciudad que visite en la que no busque un campanario desde el que otear el entorno. He subido muchas escaleras de caracol, algunas interminables y claustrofóbicas, llevada por esta afición mía. Por fortuna, vivo en un octavo y puedo dar rienda suelta a diario, de una forma algo más modesta, a mi preferencia por las alturas. El tiempo se pasa volando mientras observo lo que sucede allí abajo, a ocho pisos de distancia.

Desde mi terraza veo con frecuencia a personas con las que casi nunca me cruzo en la calle pero con las que guardo una curiosa relación de familiaridad. Mi favorito es un señor que sale a pasear por las mañanas con un bastón y unas gafas oscuras. Ignoro el grado de visión que conserva este hombre que avanza guiándose por la línea de los setos. Yo lo observo con el ánimo en suspenso: tiene la concentración y la prudencia del que ensaya para superar una limitación reciente. Cuando se termina un seto y camina hasta el punto en que empieza el siguiente, contengo la respiración. También cuando veo venir en dirección contraria a algún viandante distraído. Me gustaría intervenir, avisar del peligro a los participantes en esta escena; recuerdo entonces que estoy en un piso octavo y que sólo me queda esperar. El hombre del bastón avanza en línea recta hasta encontrar el siguiente seto, o intuye la presencia del viandante distraído y se detiene para que el otro pueda esquivarlo sin dificultad. Siempre sale airoso de la prueba. Llega al extremo de la calle y da la vuelta para regresar a su casa, con el caminar más ligero del que se sabe vencedor un día más.

Hay otros personajes que atraen mi atención desde mi puesto de vigilancia. A veces pasa un musulmán con chilaba que camina presuroso y sin detenerse, seguido por su esposa, que marcha varios pasos más atrás, a una distancia fija y precisa como una coreografía. Todas las tardes pasea por la calle una pareja de señoras de edad avanzada que andan muy despacio, al ritmo de su animada conversación. No habría nada especial en ellas de no ser porque van siempre escoltadas por un muchacho de edad indeterminada que camina con una curiosa torsión en el tronco. Es sin duda el hijo de una de ellas. Va mirando con expresión de asombro a los que se cruzan en su camino y, en un momento determinado que obedece a no se sabe qué impulso interior, deja salir su voz en una especie de gemido prolongado. En las prematuras noches de invierno, lo escucho invariablemente aullar tras el cristal de mis ventanas.

Me gusta observar a estas personas de las que apenas tengo datos pero sobre las que mi imaginación se entretiene en trazar circunstancias, un pasado, un porvenir. Las miro con preocupación, con disgusto o con cariño desde la distancia. He pensado mucho en ellas, y sin embargo, si alguna vez me las cruzo por la calle, debo contener el impulso de saludarlas; está claro que no lo entenderían. Ellas existen para mí desde lejos y a su vez ignoran mi existencia. Esta afición mía a elucubrar desde lo alto no se deriva, es evidente, de unas ansias de dominio como las del personaje de Clarín, sino de mi tendencia innata a observar a la gente desde un puesto invisible. No me lo había planteado antes, pero ahora me resulta evidente que esta terraza mía del octavo piso representa la posición del narrador frente a esa inagotable novela que es la vida. 

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