DIÓGENES EN EL ASCENSOR
Ya
he comentado alguna vez en este espacio mi limitada capacidad para el
pensamiento abstracto, que cuando era estudiante me causó no pocos problemas con
la asignatura de Filosofía. Los grandes conceptos me sumían en el desconcierto
y con frecuencia echaba mano de la memoria para almacenarlos sin necesidad de
acudir al filtro de la razón. Como me resultaba una tarea bastante penosa,
guardo un recuerdo agradecido de los personajes peculiares que salpicaban las ―para
mí― abstrusas páginas de mi libro de Historia de la Filosofía y me permitían
fantasear con sus anécdotas y sus comportamientos originales. Entre todos
ellos, brillaba de forma especial un tipo pintoresco que vivía en una
gigantesca tinaja y que recorría las calles de Atenas lanzando verdades
ingratas a la cara de sus habitantes.
Al
bueno de Diógenes el Cínico mi manual le dedicaba apenas unas líneas, pero su
figura ha quedado prendida en mi memoria con mucha más intensidad que la de
Hegel o Kant. Sin duda han contribuido a ello las abundantes recreaciones
plásticas de su vida. El británico John William Waterhouse, por citar a un
pintor que me gusta especialmente, lo inmortalizó meditando con gesto torvo dentro
de su exigua vivienda, sin atender al reclamo de las bellas atenienses,
refinadas como damas victorianas, que acuden a contemplarlo. Pero si escribo
esto hoy no es porque me disponga a revisar mis escasos conocimientos de
Filosofía, sino porque tengo la suerte de conocer a un personaje que habita, al
menos en lo que respecta a su relación conmigo, en un espacio reducido. No es
una tinaja como la de Diógenes, ni la parte superior de una columna, como la
que servía de vivienda a Simeón el Estilita: se trata de un ascensor. No cabe
duda de que los tiempos cambian.
Me
fascinan los ascensores. Todo el que haya leído mis cuentos se habrá dado
cuenta de ello. Tienen el componente mágico del tránsito, del acceso a una
realidad distinta; son un paréntesis en la acción diaria durante el cual se
ponen en contacto ―en muy estrecho contacto― completos desconocidos o
desconocidos parciales, que son quizá los que más pueden llegar a
sorprendernos. No me detendré a comentar la incomodidad que produce la
silenciosa cercanía de un extraño durante un número determinado de pisos; todos
hemos vivido la pelea propia o ajena por encontrar en las temperaturas o en el
peso de las bolsas del supermercado o en la alergia primaveral un tema para
llenar ese vacío inquietante. Por eso, he de confesar que me alegra sobremanera
encontrar el portal vacío y constatar que voy a emprender ese pequeño viaje en
confortable soledad, y me desazona oír pasos a mi espalda cuando ya me las
había prometido tan felices. Excepto si esos pasos son irregulares y van
acompañados de pesados golpes de bastón. Entonces intercepto con una pierna la célula
del ascensor para impedir que se cierre la puerta y recibo sonriendo al recién
llegado. Él avanza penosamente y me pide que suba sin esperarlo; no le hago
caso. No me perdería por nada del mundo el viaje en compañía de mi vecino del
quinto, el filósofo.
Este
hombre algo tosco, ya en la setentena, no habla del tiempo ni de fútbol ni de
las obras municipales que nos dejan periódicamente sin aceras, sino que aprovecha
el tránsito de cinco pisos que compartimos para poner de relieve la fugacidad
de la vida. Le cuesta esfuerzo caminar y no está para rodeos, así que, en
cuanto se cierran las puertas del ascensor, me suelta, por ejemplo: «Un muchacho ahogado en el Guadalquivir. Dieciséis
años. La muerte llega cuando menos se la espera». O esto otro: «Un accidente de coche en la autovía. Una
familia. Todos muertos. Quién se lo iba a decir, esta misma mañana». He de
reconocer que la primera vez me sobresaltó su abrupta incursión en la faceta
más luctuosa de la actualidad. La segunda, valoré la originalidad de sus
intervenciones, y a partir de la tercera, agradezco la coincidencia que causa
nuestros esporádicos encuentros en el portal. En el último hasta el momento,
pasó del caso concreto a la formulación general. Lo estaba yo esperando
impidiendo que la puerta se cerrara, y ascendió dificultosamente por la rampa,
apoyado en su bastón. Me dio las gracias, muy solemne. En cuanto nuestro lugar
de encuentro quedó cerrado, dijo: «Cada vez
me cuesta más. Todo es ir cayendo en la vida, hasta que al final partamos hacia
arriba. O hacia abajo, quién sabe. En cualquier caso, nacemos para morir». Siglos
de filosofía estoica y todo el concepto barroco de la muerte, desarrollados
entre la planta de entrada y el piso quinto. Cuando abandonó la cabina, un
extraño silencio cayó sobre el reducido espacio que habíamos compartido. Me
pareció que aquel ascensor se parecía más que nunca a la tinaja de Diógenes.
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