LOS CUADROS DE DICIEMBRE (2013)
El nombre de Pieter Brueghel el Viejo (hacia
1525-1569) se suele asociar a abigarradas escenas plagadas de personajes en
actitudes divertidas y burlescas, o a apocalípticas visiones de la muerte y el
final de los tiempos. Pero este artista flamenco es también autor de
delicadísimos paisajes como el que responde al doble título de Cazadores en la nieve o Invierno. La escena que recogen aquí los
pinceles de Brueghel me hace pensar en el final de un largo travelling
cinematográfico: tras seguir entre los árboles el avance del grupo que regresa
de una cacería, la cámara se eleva sobre el valle nevado, que se abre así
frente a nosotros en todo su esplendor. El cuadro se articula sobre el eficaz
contraste entre el blanco y el negro: las figuras oscuras que marchan
trabajosamente y las siluetas de los árboles despojados de hojas, frente a la
capa inmaculada que cubre el paisaje. Como ocurre siempre en las obras de este
autor, uno no se cansa de curiosear en los detalles que pueblan el cuadro, los
perros con sus diversas alzadas y pelajes, los campesinos que alimentan una
hoguera, las huellas de humanos y animales sobre la nieve, los pájaros posados
en las ramas desnudas, y toda esa pléyade de pequeños personajes,
maravillosamente individuales, que juegan, se deslizan y caen sobre el estanque
helado. Si la vista y la situación lo permiten ―y, privilegios de Internet, es
posible husmear por los recovecos de esta pintura sin despertar la alarma de
los encargados de su seguridad―, se puede llegar al edificio más lejano,
solitario al pie de un risco, y a los árboles diminutos que adornan el valle
con el delicioso diseño de sus ramas, trazadas una a una, en un alarde de
paciencia y virtuosismo del viejo maestro.
Ya
he comentado en alguna ocasión en este espacio cómo la elección de determinado
color por parte de un artista puede catapultar su cuadro entre mis favoritos.
Así me sucede con Mujeres en una colina,
del pintor estadounidense Charles Courtney Curran (1861-1942). No quiero
pensar en lo que habría sucedido si esta ladera primaveral hubiera estado
cubierta por flores amarillas o rojas; afortunadamente, la naturaleza o la
sabiduría del autor ―o ambas combinadas― la adornaron con un hermoso color lila
que produce en mí un efecto hipnótico. No hay nada especial en este paisaje
convencional y de buen gusto, creado siguiendo las normas de la pintura
decimonónica, y yo, sin embargo, no me canso de mirarlo. Situado en un punto de
vista bajo, inferior a la posición de sus modelos, Curran despliega frente a
nosotros una alfombra de color suave, aterciopelado, envolvente. Es el clásico
ejemplo del cuadro que nos invita a saltar a su interior. Desde el otro lado
del lienzo, somos el quinto personaje que pisa esta ladera bendecida con el don
del color.
Contaba
el artista alicantino Eusebio Sempere (1923-1985) que, durante su época de
aprendizaje en París, un amigo le prestó un tocadiscos, gracias al cual podía
escuchar el único disco que poseía en aquellos tiempos difíciles: Las cuatro estaciones de Vivaldi. Ese
fue el germen de su primera colección de serigrafías, y la plasmación más
temprana en su obra de un tema muy querido para él y que retomaría años después,
en 1980, con una serie de cuatro cuadros dedicados a las estaciones del año.
Por evidentes cuestiones de calendario, traigo hoy aquí el titulado Invierno. Sempere es un artista pulcro,
metódico, ordenado, que reduce la realidad a piezas planas, trabadas entre sí
con la precisión de un puzle. Esta conversión del mundo en términos geométricos
no le impide, sin embargo, transmitir emociones: este invierno suyo está lleno
de delicadeza y poder de sugestión. Dejando vagar la mirada sobre su fino juego
de colores, se pueden evocar los cielos plomizos, los horizontes despejados,
los melancólicos paseos bordeados de álamos, los campos en letargo a la espera
del renacer primaveral.
Jonathan
Viner es un pintor e ilustrador neoyorquino nacido en 1976. Es autor de cuadros
de meticuloso acabado, de colores claros y brillantes, habitados por
personajes, con frecuencia femeninos, entregados a actividades cotidianas que
adquieren un toque de misterio gracias al tratamiento que les da el artista.
Este cuadro tiene por título un juego de palabras imposible de traducir: Pale girl in pale camo (que viene a ser Muchacha pálida vestida de camuflaje pálido).
Como todas las modelos de Viner, esta joven sorprendida en el acto de tomarse
un café ejerce sobre el que la contempla una poderosa atracción. No son ajenos
a ello la expresión ausente de sus ojos, ocultos casi bajo el flequillo, y el
fuerte contraste entre la palidez de piel y ropa y las intensas masas oscuras
del pelo y las medias. Nos parece un ser extraordinario y deseamos saber qué
pensamiento es ese que la ha dejado inmóvil, abstraída, en el preciso momento
de levantar la taza de la mesa. El colorido del entorno contribuye a crear
cierto halo de irrealidad. Soy muy sensible a los colores, y si bien el azul me
tranquiliza, el verde me causa con frecuencia inquietud; ese panel verde pálido
del fondo es lo primero que me llamó la atención del cuadro y me produjo la
impresión de que algo extraño estaba a punto de suceder en esa habitación
aparentemente tranquila. El tratamiento de las texturas de este ámbito
inquietante es de extraordinario realismo; basta comparar el juego de vetas de
los distintos objetos de madera. Viner es un artista que cuida hasta el extremo
los detalles. Alguno de ellos sirve para redondear mi sensación de malestar: la
falda de la joven al subirse deja ver la mancha oscura de varios cardenales,
consecuencia tal vez de golpes sin importancia sobre una piel delicada, o quizá
la marca de unos dedos.
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