LOS CUADROS DE ABRIL (2013)


La extraordinaria pintora estadounidense Mary Cassatt (1844-1926) se ha visto eclipsada por sus compañeros masculinos de generación, los impresionistas franceses, con los cuales compartió estilo, exposiciones y amistad. Nos ha dejado vivas y delicadas plasmaciones de la vida cotidiana de su época, en especial escenas protagonizadas por niños y mujeres, como esta titulada En el palco. El bullicioso ambiente de un teatro y el culto a la apariencia de las clases acomodadas encuentran una plasmación perfecta en esta obra de pinceladas sueltas y enérgicas. Lo primero que seduce en ella es la belleza del colorido, esa gama de tonos cálidos que reproduce la iluminación artificial del recinto y en medio de la cual resalta la palidez de la piel de las dos modelos. El siguiente elemento de interés es lo singular de la composición: el punto central de este universo abigarrado, poblado de personajes a los que tan sólo adivinamos pero cuyas voces y movimientos nos parece captar gracias a los pinceles de Cassatt, lo ocupa un objeto insignificante, el abanico de una de las jóvenes, apenas abocetado y abierto en todo su esplendor. La pintora elige como principal motivo el gesto concentrado y preciso de la muchacha que clava sus prismáticos en el foco de su atención, tal vez un artista sobre el escenario o el ocupante de un palco lejano. Lo pequeño, lo anecdótico, lo pasajero, se erigen en protagonistas, en esta celebración de lo instantáneo.

Entre los grabados que conozco del pintor alemán Alberto Durero (1471-1528), el titulado El caballero, el diablo y la muerte ejerce sobre mí una especial atracción desde la primera vez que tuve ocasión de contemplarlo. En él, un hombre maduro cubierto por una armadura se intrinca en un desfiladero con gesto de tranquila determinación, a lomos de un caballo plasmado por el artista con increíble alarde del dominio anatómico. Detrás avanza un extraño personaje de edad avanzada y cabellera de serpientes. El reloj de arena que sujeta en la mano nos da una pista sobre su identidad: se trata de una peculiar representación de la muerte. No es el único ser que escolta la marcha de nuestro caballero; aparte del perro que con inquebrantable fidelidad camina entrelazado a las patas del caballo, un diablo de rasgos animalescos cierra la singular comitiva enarbolando una lanza, como en una parodia de la dignidad del protagonista. Un profundo halo de misterio y fascinación se desprende de este escenario repleto de elementos simbólicos: el lagarto que huye, la calavera que flanquea el camino. Este sendero de la vida del caballero se nos antoja plagado de peligros y tentaciones que debe sortear, tan duros como la roca y la vegetación agreste que lo rodean. En el horizonte, en el único punto despejado de esta composición oscura y abigarrada, se recorta el perfil de una ciudad hermosa y almenada, en la que desemboca un camino serpenteante. Es, sin duda, el objetivo último de esta trayectoria vital sembrada de escollos.


El pasado 9 de abril, la noticia de la muerte del pintor chino-francés Zao Wou-Ki me descubrió –nunca es demasiado tarde para hacerlo- a un artista en cuya existencia me resulta increíble no haber reparado hasta ahora. Nacido en China en 1920 y afincado en Francia desde su juventud, Zao Wou-Ki es el creador de un universo abstracto lleno de colorido y delicadeza. Sus obras carecen casi siempre de título y con frecuencia reciben el nombre de la fecha en la que fueron creadas, como es el caso de esta, que responde a las concisas cifras 18-3-85. Contemplar las pinturas de este artista es sumergirse en un mundo de color, regresar a un estadio primigenio en el que la lógica y la razón no interesan, en el que pensamiento y sensaciones se confunden hasta ser una misma cosa. No hay anécdota ni intención de evocar la realidad: sólo puro goce para la vista. A mí me ha resultado difícil elegir una sola muestra de su amplia producción; muchos de los cuadros que he contemplado estos días poseen el don de hacerme feliz con su colorido envolvente, con la etérea libertad de sus trazos. 

En estos días de celebraciones relacionadas con los libros y homenajes cervantinos, me ha venido a la cabeza el recuerdo de un cuadro del que mi abuela me habló muchas veces cuando yo era niña. En aquellos tiempos anteriores a la red, era complicado acceder a imágenes no demasiado conocidas, y por eso me tuve que conformar con la descripción de mi abuela y con lo que sus palabras suscitaban en mi cerebro. Años después, he conseguido por fin encontrarlo y lo traigo ahora a esta sección. Es obra del pintor español José Moreno Carbonero (1858-1942) y responde a un hermoso título extraído del inicio del capítulo IV de El Quijote: La del alba sería. Es un cuadro singular, alejado del estilo grandilocuente habitual de su autor, y también de las visiones al uso de nuestro más célebre personaje literario. El pintor detiene al ilustre hidalgo, recién armado caballero, en el instante en que se inclina para pasar bajo el dintel de la puerta de la venta y se dispone a salir al mundo para afrontar sus inigualables aventuras. Un gesto tan cotidiano y poco solemne adquiere una extraordinaria trascendencia: tenemos al recién estrenado caballero atravesando la línea que separa su vulgar vida anterior de una existencia nueva, llena de maravillosas perspectivas. El escenario de sus hazañas serán ese cielo iluminado por las primeras luces del día y esa llanura verde que se abren frente a él, limpios, despejados, sin límites, como sus esperanzas.

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