LECTURAS DEL PASADO INVIERNO (2013)
Estamos, cómo no, en el
Barrio de Gracia de Barcelona. La historia sucedió “hace muchos años, cuando la ciudad era menos verosímil que ahora, pero
más real”, escribe el autor. De un portal emerge la exuberante figura de
Victoria, antigua enfermera y actual masajista, que en un alarde de
desesperación se tumba atravesada en las vías del tranvía. Se organiza un
escándalo en la calle: acuden vecinos y viandantes, que intentan persuadir a la
alterada mujer de que abandone su propósito. Todo es inútil. No valen palabras
ni violencia física. Victoria, Vicky, la señora Mir, como es conocida por los
que tienen distinto grado de intimidad con ella, no ceja en su empeño. La
escena sería terrible de no ser porque la pertinaz suicida se ha tumbado sobre
los restos del raíl de un antiguo tranvía que hace años que no pasa por el
barrio. Aun así, la situación no nos parece divertida del todo; presentimos
algo infinitamente triste bajo la férrea determinación del personaje de esperar
una muerte imposible. Así comienza Caligrafía
de los sueños, la última novela de Juan Marsé. Como siempre en su
narrativa, nos situamos en un mundo abigarrado, lleno de humanidad, en el que
la sonrisa se nos congela constantemente para dejar lugar a un poso de
amargura.
Esta novela de Marsé está
llena de imágenes de realidades incompletas. En el Torrente de las Flores,
escenario principal de la historia, un tramo de vías muertas de tranvía da un
giro hacia ninguna parte y luego se hunde en la calle recién asfaltada. En la
Montaña Pelada, territorio de las correrías de los muchachos, hay tres
escalones labrados en la roca cuyo origen se ignora y que conducen hacia la
nada. Al protagonista, Ringo, proyecto de pianista y soñador incombustible, un
accidente laboral le ha dejado la mano derecha con cuatro dedos. Lo imperfecto,
lo truncado, lo que fue y ha dejado de ser, lo que podría haber sido y se ha
frustrado. Todo en esta novela, como es habitual en Marsé, rezuma la profunda
tristeza de las aspiraciones elevadas que terminan a ras de suelo. “¿Adónde van a parar los dedos muertos de
los pianistas?”, se pregunta el protagonista de esta historia. Suponemos
que al mismo lugar que sus ilusiones.
Un título hermoso puede
ser en ocasiones un pesado lastre para un libro. Cuando de joven estudié en
carrera a Caballero Bonald, me pareció que su novela Toda la noche oyeron pasar pájaros tenía el más sugerente de los
títulos posibles. Desde entonces, he pospuesto una y otra vez el momento de
enfrentarme a la historia que comienza a partir de esa frase portentosa, por miedo
tal vez a que no cumpliera con las expectativas que esta despertaba en mi
imaginación. Un regalo de una amiga las pasadas Navidades terminó con ese
curioso juego de aplazamientos. Estoy ya inmersa en el mundo que se abre más
allá de esa bandada interminable que anuncia la portada, en un sur
indeterminado y mágico en el que se entrecruzan multitud de personajes y
pasiones. E inmersa también en el lenguaje majestuoso y exuberante del autor,
capaz de regalar a los lectores con constantes hallazgos poéticos que, sin
embargo, no ralentizan ni entorpecen la fuerza contundente de la trama. Este
universo de Caballero Bonald es un gozo para los sentidos: de la mano de su
prosa se puede oler el mar, sentir la fría oscuridad de la noche y, cómo no,
oír el aleteo infinito de esas aves que en todo momento sobrevuelan los
inquietantes sentimientos de los protagonistas.
Guardo un buen recuerdo
de Ojos de agua, el libro en que
Domingo Villar hace la presentación de la pareja de investigadores formada por
el inspector Leo Caldas y su ayudante Rafael Estévez, que desarrollan su
actividad en Vigo y alrededores. Me dispongo ahora a internarme en las páginas
de su segunda novela, La playa de los
ahogados. Como sucede en casi todas las parejas literarias –quizá en las de la vida
también-, los dos miembros de esta se equilibran en sus caracteres: Caldas es
reservado, introvertido, enemigo de la inesperada popularidad a la que le han
lanzado sus intervenciones en el programa de radio Patrulla en las ondas. Son muy divertidas las situaciones en que
los personajes más impensables –acusados, sospechosos, víctimas, testigos-
reconocen a este hombre discreto que se ha hecho famoso a su pesar. En
contraposición, Rafael Estévez es temperamental, poco dado a sutilezas y nada
aficionado al melancólico y brumoso clima de las tierras gallegas, así como a
la ambigüedad de sus habitantes. Estévez, rotundo y aragonés, se encuentra en
Vigo como un pez fuera del agua (o como un animal de secano metida en ella, más
bien). Para su disgusto, La playa de los
ahogados comienza con lluvia y con un cadáver arrojado a la orilla por las
aguas del mar. No podría ser de otra manera.
No ocurre muy a menudo
que uno llegue a la mitad de una novela policiaca sin hacerse la clásica
pregunta: “Y tú, ¿quién crees que es el
culpable?”. Pero eso es exactamente lo que me ha sucedido al leer La playa de los ahogados. Había
traspasado ya la barrera de las doscientas páginas cuando me planteé por
primera vez la necesidad de lanzar una hipótesis, de intentar buscar una
explicación para el crimen planteado por el autor. Lo hice casi por obligación:
estaba tan cómodamente instalada en la cotidianeidad del inspector Caldas, en
su divertida relación de constantes desencuentros con su compañero Estévez, en
sus problemas familiares y su tristeza por la reciente ruptura de su
matrimonio, y cómo no, en el ambiente de los pueblos de pescadores, en el bello
paisaje y las supersticiones, que la posibilidad de acertar o no con el
culpable me importaba más bien poco. Me atraía incluso la idea, que sabía
descabellada, de que se confirmasen los temores de los esforzados lobos de mar,
y que el asesino fuera un capitán de barco venido del más allá para vengarse de
los hombres que lo dejaron perecer en un naufragio.
Hay ocasiones en que el
espacio que dista entre dos esquinas se parece mucho a la eternidad. Así le
sucede a la joven Mary Katherine Blackwood, la aristocrática, orgullosa,
peculiar narradora de Siempre hemos
vivido en el castillo, de la autora estadounidense Shirley Jackson. En la
primera escena de esta singular novela, acompañamos a su no menos singular
protagonista en sus compras por el pueblo. Las miradas recelosas de los
lugareños, la sensación de la narradora de ser el objeto de la animosidad de
todos, sus constantes maniobras para esquivar a los grupos humanos con los que
se cruza, convierten una simple experiencia doméstica en una vivencia
angustiosa. El lector no sabe lo que hay de real o de ficticio en esta
percepción del pueblo como un espacio hostil, y aun así está deseando que el
personaje eche a correr por el sendero que conduce a su mansión familiar. Pero
se equivoca si piensa que entonces terminará la inquietud, porque allí dentro
se encuentran la familia Blackwood y su gran secreto. Sería un crimen
desvelarlo aquí: es necesario leer la historia tal como la cuenta Shirley
Jackson. Nada más fácil que dejarse enganchar por ella.
Razones académicas me han
hecho reencontrarme con esta contundente, brutal, estremecedora obra maestra de
Miguel Delibes. La relectura no ha podido ser más afortunada. Una vez superada
la honda impresión que deja, la primera vez que se entra en contacto con ella,
la historia de Paco el Bajo y el Señorito Iván, de la Niña Chica y el simple
Azarías, uno puede dedicarse a apreciar la capacidad del autor para lanzar su
mensaje al mundo sirviéndose de los recursos imprescindibles; su habilidad para
crear personajes llenos de hondura y realidad sin epítetos ni injerencias, con
el sencillo método –tan difícil- de dejarlos hablar y actuar frente al lector.
Porque Los santos inocentes es una
novela de breve formato y aparente desaliño estilístico, compuesta por las
palabras justas, ni una más ni una menos. Si fuera un cuadro, sería un boceto
trazado con mano firme y apresurada, en un solo color. Con esa sobriedad de
medios, Delibes nos sumerge en las simas más hondas de la miseria, en las que
de vez en cuando encontramos, como buceadores expertos, algún tesoro de
ternura. La prepotencia de los poderosos, la mansedumbre de los humillados, el
horror de los seres infrahumanos, y en medio de ello, la mirada limpia del
inocente Azarías, enamorado de las aves, a las que aglutina bajo la única
denominación de “milana bonita”, en
una hermosa simplificación de la realidad, propia de su mente infantil. En una
de las escenas finales, Delibes nos lo presenta encaramado a un árbol mientras
sigue con la mirada el vuelo de los pájaros, “sonriendo a los ángeles, con su sonrisa desdentada, como un niño de
pecho”. Lo dicho: quién sino un maestro es capaz de dar más con menos.
Un peculiar edificio en
medio de la naturaleza que resulta ser mitad hotel y mitad ermita. Un viajero
casual, un pintor descreído y acomodado que tiene poco más que hacer que
satisfacer su curiosidad. Y el fastuoso despliegue de unos ejercicios
espirituales a los que los poderosos de la Iglesia, la banca y la política
local acuden a reflexionar no solamente sobre la salvación de sus almas. Son
los tres elementos sobre los que Leonardo Sciascia apuntala la trama de esta
novela breve, aguda e irónica que responde al título de resonancias jesuíticas Todo modo. Cuando hacia la mitad de la
historia se produce un asesinato, al lector no le cabe ya la menor duda de que
lo espiritual es el factor menos importante en esta reunión de poderosos. El
autor nos regala con un personaje impagable, el padre Gaetano, inteligente y
divertido, distanciado hasta el cinismo, que es el maestro de ceremonias en
este juego de tensiones encontradas. No me resisto a copiar las palabras con
las que rebate la posibilidad, sugerida por un comisario, de que alguien
descontento con la creación del hotel sea el responsable del crimen: “Los grandes beneficios hacen desaparecer
los grandes principios, y los pequeños beneficios hacen desaparecer los
pequeños fanatismos”. Estos tiempos en que la actualidad está pendiente de cónclaves, prelados y deliberaciones guiadas por el Espíritu Santo me han
pillado inmersa en esta lectura plagada de esclavinas y sotanas. Curiosa
casualidad.
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