LA BONDAD DE LOS DESCONOCIDOS
Hace
unos días, el comentario de una lectora habitual de este blog me hizo recordar
la escena final de la obra de Tennesse Williams Un tranvía llamado deseo. Todos guardamos en la retina un recuerdo
muy preciso de ella gracias a la versión cinematográfica realizada por Elia
Kazan en 1951. En el estremecedor desenlace, Blance DuBois, el personaje
interpretado por Vivien Leigh, ha visto derrumbarse todo su mundo y se ha
refugiado en la locura. Unos empleados de un hospital psiquiátrico acuden a la
casa donde se encuentra para trasladarla a la que será su nueva residencia. Por
un momento, parece que van a emplear la fuerza, pero un doctor tiene la feliz
idea de acercarse a ella haciendo un alarde de caballerosidad y galantería.
Blanche, inmediatamente, se deja seducir por los suaves modales del que para
ella es un completo extraño y decide confiarle su destino. Antes de salir de
escena en su compañía, pronuncia una frase enternecedora: “Siempre he confiado en la bondad de los desconocidos”.
Hoy
quiero traer aquí una historia que mi madre me contó hace tiempo y que trata sobre
una de esas personas que se cruzan brevemente en nuestra vida y que con un gesto
de amabilidad dejan tras sí una estela que nos acompañará para siempre. La
acción se remonta muchos años atrás, y nos conduce al París de finales de la década de los treinta. Una niña de corta edad –mi madre- tiene la fortuna
de disponer de dinero para subirse en un tiovivo. Es una privilegiada, sin
duda, o tal vez es que alguien en su familia antepone esos instantes de felicidad infantil a
otras necesidades más perentorias. Cuando la mujer que la acompaña –mi abuela-
va a comprarle el billete para la atracción, se da cuenta de que hay
un niño mal vestido que observa el entretenimiento desde una cierta distancia,
con la expresión de anhelo del que contempla aquello que nunca podrá obtener.
Mi abuela, que según estoy en condiciones de afirmar no nadaba precisamente en
la abundancia, aun así no se lo piensa y compra dos billetes: uno para mi madre
y otro para el pequeño desconocido. Ambos se suben en los caballitos y disfrutan
del, suponemos, breve trayecto (siempre lo resulta, para el niño que está
soñando con cabalgar). Cuando la música y el movimiento cesan, parece que el
destino de los dos pequeños se va a separar para siempre, pero no es así
todavía, por obra y gracia del azar.
Al
parecer, el dueño del tiovivo ha decidido otorgar un aliciente más a sus
viajeros, y sortea un regalo entre todos los que poseen un billete de entrada a
su atracción. La fortuna favorece al niño mal vestido que ha viajado convidado
por mi abuela; el regalo es una trompeta de juguete. Mi madre, que ha llegado
ya a los ochenta años, cuenta lo que viene a continuación como si estuviera
sucediendo en estos precisos instantes: el niño desconocido, sin vacilar y sin
lanzar siquiera una mirada a su recién conseguido juguete, se acerca a mi
madre, le entrega la trompeta y se marcha.
Hemos
fantaseado mucho, mi madre y yo, sobre el destino actual de este chiquillo sin
nombre. Quién sabe dónde estará, ni si recordará aquellos tiempos difíciles en
que fue propietario por unos segundos del inesperado tesoro de un juguete.
Quién sabe si vivirá todavía. Me refiero en este mundo de la realidad, porque
lo que está claro es que vivirá para siempre en la memoria de mi madre.
Que historia mas tierna y mas triste. Me pregunto si entregó la trompeta como gesto de agradecimiento o porque consideraba que una persona como él no tenía derecho a nada. En esos años demasiadoooooos niños, mujeres y hombres vivían pensando que las cosas agradables de la vida eran para los demás. En cualquier caso que sensibilidad la del adulto que es capaz de captar el deseo del niño. L.
ResponderEliminarEs curioso; yo siempre había interpretado la reacción del niño como una muestra de agradecimiento. La segunda interpretación que sugieres, mucho más triste, me parece ahora perfectamente posible. No hay como compartir historias para atesorar nuevos puntos de vista...
EliminarPero, no! Ni triste, ni nada. El niño, que no estaba idiotizado con el dinero, ni con las culpas, ni con tener, sabía sin más que eso, tener, es la peor enfermedad que hay, y que le zurzan a la trompeta y tener que estar pendiente de ella, y encima usarla. No, no. El niño, ese niño es el niño sin nombre, que corretea por las calles y va de acá para allá. Es el niño ya prohibido de las ciudades, secuestrados todos para lo contrario que ese niño de verdad: para hacerse un futuro. Ahora no jugar, ahora no besar, ahora no cantar, ahora no reír en nombre del Futuro, o sea, del Dinero. Bendito niño de verdad!
ResponderEliminarCómo me gustan los puntos de vista inesperados. Casi tanto como los visitantes misteriosos, sobre cuya identidad se puede elucubrar. Bienvenid@, agud@ lector/a. Ese niño de verdad del que nos hablas me lleva dando vueltas en la cabeza desde que leí esta mañana tu comentario. Va a ser, posiblemente, el germen de una entrada nueva para este blog. Gracias por inspirarla.
EliminarMe has conmovido. Preciosa historia.
ResponderEliminarEs un placer haberla compartido. Me alegra tenerte de nuevo en este espacio, Lector Indiscreto.
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