UNA LLAMADA, UNA ESTACIÓN
Las buenas y las malas noticias
quedan inevitablemente asociadas en nuestra mente a las circunstancias en que
las recibimos. Aquel encuentro con un viejo conocido, aquella visita médica,
aquella carta que nos aguardaba en el buzón. Los amenazadores telegramas de
antaño. La llamada telefónica que interrumpió una reunión familiar, una tarde
tranquila, una mañana laboriosa, y a la vez torció en un sentido o en otro el
curso de nuestra vida. Más adelante, al evocar el momento en que llegó a
nosotros la información que nos conmocionó para bien o para mal, el recuerdo
trae aparejados un montón de detalles banales que cobran de repente una
inesperada trascendencia. Lo he oído comentar muchas veces: “Llevaba yo puesto ese vestido…” “Iba
cargado con las bolsas del supermercado…” “Estaba leyendo aquel libro…”
Creo que tendrán que pasar muchos
años para que olvide las circunstancias en que recibí el pasado viernes la
noticia de la concesión del Premio de Narrativa Corta Felipe Trigo 2012 a mi
relato Mamá duerme la siesta. Es un
premio que, lo confieso, sentía muchos deseos de conseguir; ya lo había
intentado, de hecho, en un par de convocatorias anteriores. La obra con la que
lo he ganado es, además, fruto de múltiples reescrituras y de muchas horas de
trabajo. Es un relato –he de confesarlo también- de cuyo resultado final me
siento especialmente satisfecha. Y sin embargo, tengo la impresión de que, si
dentro de muchos años alguien me preguntara por este premio, lo primero que
acudiría a mi mente sería el recuerdo de una megafonía atronadora y de una
carrera por un andén atestado de la estación de Atocha.
El Premio Felipe Trigo se falla
durante una gala literaria en la que, tras conocerse los nombres de los
ganadores de las dos modalidades –novela y narración corta-, se contacta con
estos telefónicamente en presencia del público. Puede ocurrir que el agraciado
no sepa que su obra se encontraba entre las finalistas; la sorpresa, en ese
caso, debe de ser mayúscula. Yo sí que lo sabía, pero a esas alturas de la
noche del viernes, tras recorrer de extremo a extremo la calle Atocha bajo la
lluvia y mientras me abría paso en un andén abarrotado de viajeros para tomar
un tren de cercanías, había perdido toda esperanza de ganar. Encontré un hueco
en un banco y me disponía a esperar el tren mientras escribía un SMS a una
amiga, cuando el teléfono móvil cobró vida. Fue ver el prefijo de Badajoz en la
pantalla y comprender lo que estaba sucediendo. Me había dado por vencida
demasiado pronto. Pulsé el botón y contesté.
Me saludó la voz de un técnico de
sonido que me anunció sin más preámbulo que me iba a poner en comunicación con
el presentador de la gala del Premio Felipe Trigo. Por unos segundos, me dominó
el estupor. Valoré el panorama que me rodeaba: la megafonía atronadora, la masa
que se apretujaba en el andén, el ruido de los trenes entrando en los andenes
vecinos. Imaginé al público asistente a la gala literaria, esperando en
silencio respetuoso a oír la voz de la ganadora del premio de narración corta,
y sentí un pánico repentino. Le expliqué la situación al técnico de sonido, al
que conseguía entender una palabra de cada cuatro. El hombre debía de estar
bastante presionado, porque me contestó, con urgencia digna de película de
acción: “Salga usted de ahí. Busque un
lugar más silencioso. ¡Rápido!”
Corrí andén adelante, en
dirección a la escalera mecánica, arrastrando una bolsa y un paraguas mojado, y
apretando el móvil contra la oreja. En esos momentos, me importaban poco el
triunfo, la perspectiva de la publicación, las previsibles reacciones de
alegría de los más allegados. Solo deseaba encontrar un rincón tranquilo en
algún punto de aquella estación abarrotada. Durante mi carrera, se produjo un
silencio extraño y amenazador al otro lado del teléfono. Absurdamente, pensé: “Ya está. Se han cansado de esperar. Se lo
han dado a otra persona”. En ese momento, volvió a sonar la voz angustiada del
técnico. “Oiga”, me recriminó casi. “Que el presentador le está hablando y no
contesta usted”. La voz debió de salirme con un similar nivel de angustia. “¡Es que no oigo nada!”, clamé, sin
dejar de correr.
El técnico me pidió que cortara
la comunicación, asegurando que iba a intentar reestablecerla de forma más eficaz.
Mientras me llamaban de nuevo, busqué desesperada un sitio en el que
refugiarme. Estaba ya en el recibidor de la estación, y vi un cartel que
anunciaba la sala de espera. Me lancé de cabeza. Era el lugar perfecto: al
cerrar las puertas de cristal, me encontré con que, milagrosamente, se hacía el
silencio a mi alrededor. Era como estar en una pecera. Me senté y suspiré,
aliviada. Entonces me di cuenta de que había otras personas allí dentro, tal
vez cuatro o cinco, todas con aspecto cansado, evidentemente viajeros cuyos
trenes tardarían aún en salir. Por alguna razón que se me escapa –llevaban tal
vez demasiado rato sin ver un rostro nuevo-, todos clavaron al unísono sus ojos
en mí. Se produjo una inesperada expectación. Curiosamente, aquel silencio tan
buscado me parecía de pronto excesivo. Pensé: “No voy a poder contestar a preguntas sobre mi obra con estas personas
escuchándome”. Huí tan deprisa como había entrado. Busqué con los ojos otro
lugar en el que cobijarme del ruido que volvía a rodearme. Vi un rincón junto a
los baños. Me acerqué, puse la cabeza junto a la pared. Justo a tiempo: el
móvil volvía a sonar. Me pusieron en comunicación con el presentador de la
gala.
Luego me he
enterado por la prensa de que el encargado de presentar la gala era el escritor
Benjamín Prado. En aquellos momentos, era para mí una voz lejanísima que iba
desgranando mensajes difíciles de descifrar. Puse toda mi energía en
concentrarme. Mi único pensamiento era: “Dios
mío, haz que entienda todo lo que me dicen para poder contestar con lógica”.
El saludo jovial del presentador llegó hasta mí subrayado por un cerrado
aplauso de la concurrencia. Debían de vivir como un éxito, haber contactado
finalmente con una escritora tan esquiva. Hubo intercambio de cortesías, varias
bromas, saludadas todas ellas por la respuesta alborozada del público. A esas
alturas, yo tenía los ojos cerrados y la cabeza apretada contra las baldosas de
la pared, del esfuerzo por no perder ni una sílaba. Benjamín Prado me felicitó.
Le di las gracias. Bromeó conmigo. Salí como pude. Me anunció la presencia de
las autoridades, del alcalde de Villanueva de la Serena, del presidente de la
Junta de Extremadura. Creo que empecé a sudar, allí pegada al alicatado. Finalmente
me comunicó que debía recoger mi premio en la gala del año próximo y se
despidió de mí. Corté la comunicación, guardé el móvil. Todos los ruidos de la
estación regresaron de pronto. Hice el camino de vuelta hasta el andén y todavía
llegué a tiempo de tomar mi tren.
Tardé unas
cuantas estaciones en asimilar la noticia. Alguna más en mirarme de reojo en el
cristal y ver que estaba sonriendo. Me pesaba únicamente no haber reaccionado
con suficiente soltura a una de las preguntas de Benjamín Prado. Quiso saber
cómo iba a celebrar el premio. Le contesté que de momento solo me preocupaba
tomar mi tren, pero que seguramente al día siguiente se me ocurriría algo. Mi
salida se me antojó de pronto una completa estupidez. ¿Al día siguiente? Para
qué esperar tanto. ¿La mejor manera de celebrar un éxito literario? Pero si la
respuesta era evidente: escribiendo más.
¡Enhorabuena Beatriz¡¡Cuanto me alegro de cada uno de tus éxitos¡ Siempre he sabido que llegarás muy lejos. Un beso muy fuerte.
ResponderEliminarGuillermina
Muchas gracias por tu apoyo constante, Guillermina. Con lectores como tú, solo queda escribir más. Un abrazo y hasta pronto.
EliminarHoy hemos estado juntas ¡y no lo sabía! He llegado a casa y me he conectado al blog pensando si habría alguna nueva entrada y allíme he encontrado con esta maravillosa sorpresa. Enhorabuena mil veces. Lo que noo entiendo es cómo todavía no te han llamado de una editorial, directamente, pidiéndote tus obras,con la cantidad de naderías que se publican.
ResponderEliminarMientras leía tus apuros para contestar, corriendo de un lado a otro de la estación se me llenaban los ojos de légrimas. Me he emocionado. y lo debes celebrar, además de escribiendo reuniéndote con tus amigas, que te queremos.Besos. L.
Lo de reunirme con mis amigas está garantizado, incluso -espero- si deja de sonreírme la suerte... Un beso fuerte y hasta dentro de muy poco.
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