LOS CUADROS DE NOVIEMBRE (2012)


El pintor gaditano Guillermo Pérez Villalta refleja con frecuencia en su obra la nostalgia de los tiempos perdidos. En este Fin de fiesta explora el mundo preciosista y artificioso del arte rococó: en el teatral escenario de un canal veneciano, se van desvaneciendo las sombras a la llegada del alba y el cielo se puebla con el resplandor de los fuegos artificiales. Es la traca final, la despedida de una noche de refinamiento, lujo y disipación. Unas góndolas iluminadas por faroles surcan las aguas como mágicas criaturas nocturnas. En la simetría de las pequeñas ondas del canal se refleja el fastuoso decorado arquitectónico, síntesis de una ciudad y una época. Los espectadores de este cuadro ocupamos una posición de privilegio: por un momento, nos creemos asomados al balcón de un palacio, sobre cuya balaustrada de mármol se ven las copas vacías y las flores que empiezan a marchitarse, símbolo de la felicidad que se acaba. Es una pintura de excepcional delicadeza, todo un gozo para el sentido de la vista. Y está, también, poblada de melancolía, ya desde su mismo título. Y es que no hay nada más triste que una fiesta que termina.

Para los que no estamos dotados para las artes plásticas, contemplar los entresijos de la pintura es siempre motivo de fascinación. Sucede así en el caso de esta Tatyana del artista ruso contemporáneo Vladimir Ezhakov: las manchas de pintura sobre el papel le dan el encanto de la creación improvisada, llevada a cabo al hilo de la inspiración. Esta figura femenina cuya definición se va perdiendo hacia la parte inferior posee, además, el poder de sugerencia de lo abocetado. Podemos dejar volar nuestra fantasía para buscarle sentido a la sombra que se abre a su derecha, o para dotar de identidad a los objetos apenas esbozados que la protagonista sujeta con sus manos. Esta mujer retratada a medias es hermosa como los recuerdos que no terminamos de traer a la memoria, como los anhelos que no llegan a materializarse en la realidad.


El pintor japonés Matazo Kayama (1927-2004) combina la delicadeza de líneas del arte tradicional de su país con una desazonante visión del interior del hombre contemporáneo en obras como este Bosque congelado. Con estremecedora concisión cromática, traza sobre el fondo claro del paisaje helado las siluetas negras y quebradas de los árboles que entrelazan sus ramas formando una red tupida y angustiosa. Frente a ese predominio de rectas, se destaca el diseño curvo del torbellino formado por las aves que confluyen en el centro mismo del lienzo. La sensación de dinamismo es brutal: nos parece casi oír el griterío con el que los pájaros se disputan su presa, en medio del silencio del bosque muerto. Avidez, lucha, desesperación, vacío. A estas alturas, no tenemos la impresión de que el artista nos esté hablando simplemente de la naturaleza.


Bajo el título de Carmen, el pintor cordobés Julio Romero de Torres (1874-1930) realizó varios retratos de sus clásicas mujeres morenas y misteriosas. Entre ellos se encuentra este, que se singulariza por la dulzura y melancolía del rostro de la modelo. Esta joven que mira con gesto grave hacia el interior de la habitación en que posa parece desdoblarse en la figura que, de espaldas al espectador, otea el horizonte apoyada en el marco de la puerta. Frente a la mancha negra y contundente del vestido de la protagonista, los tonos claros de la indumentaria de la mujer que contempla el paisaje. Frente a la desnudez de los muros, la belleza del mundo exterior, de la llanura, del río y el árbol, de la montaña que se adivina a lo lejos. Esta Carmen de ojos inmensos nos parece atrapada en los estrechos límites de su vida cotidiana, pero no del todo: siempre le queda un resquicio para escapar por el camino de la imaginación.

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