VIAJE A LO ESENCIAL
Viajar
en avión se está convirtiendo en los últimos tiempos en una curiosa experiencia
de retorno a la esencialidad. Como me ocurre a menudo con las cuestiones
cotidianas, es un hecho que a mí me da pie para reflexionar. No cabe duda de
que soy una mujer concreta, poco dada a las grandes abstracciones.
Ayer por la tarde me vi en la situación de tomar un avión por primera vez desde hacía más de un año. Elegí para ello una compañía de las que ya con total soltura denominamos “low cost”; no están los tiempos para otra cosa. La citada compañía permite la facturación por Internet y, en el momento de realizarla, despliega frente al cliente una detallada lista de instrucciones sobre el equipaje. Uno las lee atentamente, con ese temor reverencial que produce todo lo relacionado con seguridad aérea al que no utiliza el avión como medio habitual de transporte. En ese preciso momento, comienza un inesperado viaje con rumbo a lo esencial.
Ayer por la tarde me vi en la situación de tomar un avión por primera vez desde hacía más de un año. Elegí para ello una compañía de las que ya con total soltura denominamos “low cost”; no están los tiempos para otra cosa. La citada compañía permite la facturación por Internet y, en el momento de realizarla, despliega frente al cliente una detallada lista de instrucciones sobre el equipaje. Uno las lee atentamente, con ese temor reverencial que produce todo lo relacionado con seguridad aérea al que no utiliza el avión como medio habitual de transporte. En ese preciso momento, comienza un inesperado viaje con rumbo a lo esencial.
El
equipaje de mano no puede rebasar unas dimensiones precisas para asegurar su
ubicación en la cabina. Ahí viene el primer sobresalto para el viajero
previsor, que saca del trastero su maleta más pequeña, la mide cuidadosamente y
después la observa con ojo crítico. ¿Cómo introducir en ese reducido espacio
todos los objetos imprescindibles para afrontar con éxito un viaje, por corto
que este sea? ¿Y si llueve? ¿Y si se produce una ola de frío inesperado? ¿Y si
alguna prenda se mancha o deteriora? ¿Y si hace calor? ¿Y si hay un retraso
considerable del vuelo y es necesario abundante material de lectura? (Aquí me
parece oír el clamor de los partidarios del libro electrónico.) ¿Y si un
calzado nos hace daño? ¿Y si…?
Luego
viene el asunto de los líquidos. La compañía ofrece una detallada explicación,
con dibujo incluido, de lo que en este sentido está permitido llevar en el
equipaje de mano. Botes de no más de 100 ml. Diez botes como máximo.
Perfectamente ubicados en una bolsa de plástico transparente y cerrada. Me
basta leer esto para tomar repentina conciencia de la abundancia de líquidos
necesarios para mi estancia fuera de casa. Todo es líquido, me parece de pronto.
Cremas, tónicos, espumas para el pelo, desodorantes, sprays nasales. Incluso el
colirio en sus pequeñas cápsulas monodosis me resulta de pronto amenazador.
Echo cuentas y descubro que sobrepaso el límite de los diez frascos permitidos.
Tengo que elegir: ir despeinada, no respirar bien, tener los ojos irritados,
llevar la piel deshidratada.
Tras
un rato de cavilación y de difíciles elecciones, consigo finalmente acoplar
todo lo imprescindible para un viaje de tres días siguiendo las estrictas
normas que se me imponen. Pero mientras introduzco los últimos enseres en la
maleta, noto que mis reflexiones hace rato que han derivado hacia otros
terrenos, y que estoy pensando en la obligada ruta hacia la esencialidad que recorren
en estos tiempos difíciles muchas personas de nuestro entorno para las que el
camino hasta el final de mes se ha convertido en una carrera de obstáculos. La
única forma de superarla es irse desprendiendo de lastres: fuera caprichos y excesos,
fuera lo que antes parecía fundamental y ahora se sabe prescindible. Fuera,
finalmente, aquello sin lo que no es fácil vivir. A esas alturas, miro mi
maleta y me parece que le sobra casi todo. Mi equipaje se ha transformado, de
pronto, en una presencia triste.
Para
consolarme, recuerdo una anécdota que oí hace tiempo. La contaba la antropóloga
estadounidense Ruth Benedict y se refería a los indios de la isla de Vancouver.
Al parecer, estos tenían la costumbre de celebrar torneos para medir la
grandeza de sus jefes. Dichos torneos consistían en irse desprendiendo de todas
las posesiones: quemar sus canoas, arrojar sus pertenencias al mar desde lo
alto de un peñasco. Ganaba el que se despojaba de todo.
Después de viajar contigo sonrio ante todas las cosas que enumeras como necesarias. Y lo son, para ti y para los demás. Gracias a tu previsión hemos subsistido otras con cierto decoro. Yo, por el contrario, hago las maletas pensando egoistamente que la divina providencia vendrá en mi auxilio cuando me encuentre perdida y desorientada por mis olvidos. En último extremo es verdad que nos rodeamos de demasiadas cosas pero, volviendo a la actual coyuntura, aquellos que tenemos una situación modestamente privilegiada tenemos que ser conscientes de que es necesario que contribuyamos con la mayor "grandeza" posible: desprendiéndonos de algunas cosas -muchas instituciones aprecian el esfuerzo- y contribuyendo a crear espacios de consumo que redunde en la mejora de la economía general.
ResponderEliminarEn cualquier caso ¡qué miedo da enfrentarse a la revisión de equipajes, al arco que pita, a la caja de cartón! L.
Me encanta cuando surge la ocasión de prestarle a un compañero de viaje algún objeto o prenda de los que carece. Es mi manera de hacerme perdonar mi frecuente aparatosidad, los maleteros que acaparo, las caras de estupor de los empleados de los hoteles cuando mueven con esfuerzo mi maleta. Es, también, una manera de luchar contra el miedo que me producen los posibles contratiempos de la vida. Tú, en cambio, Lola, viajas con la confianza de que las circunstancias saldrán a tu encuentro y compensarán las carencias de tu ligerísimo equipaje. Cómo nos definimos a la hora de viajar. Es en esas circunstancias donde más se conoce a las personas.
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