PINCELADAS DE MILÁN
Si
los recuerdos fueran un cuadro, el Milán que guardo en la memoria desde hace
muchos años estaría formado por pinceladas de color gris. Sería, sin duda, una
pintura impresionista, compuesta por trazos rápidos e inacabados: fue aquella
una visita fugaz, con carrera incluida por las calles para llegar a la plaza
del Duomo justo a tiempo de sacarle una foto a la catedral cuando empezaba ya a
hundirse en las sombras de la noche. Recuerdo que la fachada tenía por aquel entonces el
tono lóbrego de los edificios muy castigados por los años y los humos de la
ciudad. He vuelto a pasar por Milán hace diez días y esta vez el recuerdo que
atesoraré en la memoria está lleno de luz y de colores. Aunque no tanto como en la primera ocasión, ha sido esta también una
visita breve: definitivamente,
Milán está condenada a dejar en mi recuerdo trazos intensos y abocetados, a la
espera de esa estancia demorada que tal vez algún día tenga ocasión de
dedicarle.
El plato fuerte del día era la visita a Santa Maria delle Grazie para contemplar La Última Cena de Leonardo da Vinci. Me parece ocioso referir aquí la honda impresión que la pintura causa en el visitante: la alegría de encontrar rastros del intenso color original, milagrosamente preservados; el gozo de husmear durante los quince minutos permitidos –el cuarto de hora más breve de mi vida- por las actitudes de los personajes, las posturas de las manos, los objetos sobre la mesa, los maravillosos detalles como ese nudo que sujeta el lado derecho del mantel.
Dejando aparte las consideraciones pictóricas, la obra de Leonardo posee la cualidad de ser un muestrario de las más variadas reacciones humanas. Ante la noticia de que uno de los discípulos traicionará al Maestro, cada uno de los sentados en torno a la mesa da rienda suelta a un sentimiento reconocible por el espectador: la resignación, la incredulidad, la culpa, la indignación, el asombro, la necesidad de comunicar con otros las dudas que le asaltan. Unos instantes antes de entrar en el antiguo refectorio que la alberga, me dio por reflexionar: ¿Quién sería yo de todos esos discípulos? ¿El colérico Pedro, que esgrime un cuchillo? ¿El dulce Juan, que inclina la cabeza con melancolía? ¿Tomás, que exige una explicación a Jesucristo, alzando enérgicamente un dedo? ¿Felipe, que se siente culpable y pregunta si será él el traidor? ¿Mateo, que se vuelve hacia sus compañeros para compartir con ellos la tormenta interior que le asalta? Creo que parte de la fascinación que ejerce esta pintura sobre el que la contempla viene de la posibilidad de identificarse con sus protagonistas. No hay más que darse una vuelta por la red y descubrir la infinidad de parodias e imitaciones en las que gentes del más variado pelaje se han dibujado y fotografiado en las mismas actitudes que los sagrados personajes. Irreverencias y chocarrerías al margen, queda claro su poder de atracción. De alguna manera, todos estamos sentados en algún punto de esa mesa.
La
fachada de la catedral de Milán lucía, esta vez, un brillante color blanco. Me
saludó reluciente tras la reciente lluvia y su también reciente restauración. Fue
el reverso de aquella lejana visita de mi primera juventud, y una y otra imagen
–la de hace dos décadas y la de diez días atrás- forman en mi cerebro un dúo
inseparable, una especie de simulacro de los estudios lumínicos del gran Monet:
la catedral en las primeras sombras de la noche, la catedral a la luz del mediodía;
la catedral sucia y cansada, la catedral con la cara limpia.
El plato fuerte del día era la visita a Santa Maria delle Grazie para contemplar La Última Cena de Leonardo da Vinci. Me parece ocioso referir aquí la honda impresión que la pintura causa en el visitante: la alegría de encontrar rastros del intenso color original, milagrosamente preservados; el gozo de husmear durante los quince minutos permitidos –el cuarto de hora más breve de mi vida- por las actitudes de los personajes, las posturas de las manos, los objetos sobre la mesa, los maravillosos detalles como ese nudo que sujeta el lado derecho del mantel.
Dejando aparte las consideraciones pictóricas, la obra de Leonardo posee la cualidad de ser un muestrario de las más variadas reacciones humanas. Ante la noticia de que uno de los discípulos traicionará al Maestro, cada uno de los sentados en torno a la mesa da rienda suelta a un sentimiento reconocible por el espectador: la resignación, la incredulidad, la culpa, la indignación, el asombro, la necesidad de comunicar con otros las dudas que le asaltan. Unos instantes antes de entrar en el antiguo refectorio que la alberga, me dio por reflexionar: ¿Quién sería yo de todos esos discípulos? ¿El colérico Pedro, que esgrime un cuchillo? ¿El dulce Juan, que inclina la cabeza con melancolía? ¿Tomás, que exige una explicación a Jesucristo, alzando enérgicamente un dedo? ¿Felipe, que se siente culpable y pregunta si será él el traidor? ¿Mateo, que se vuelve hacia sus compañeros para compartir con ellos la tormenta interior que le asalta? Creo que parte de la fascinación que ejerce esta pintura sobre el que la contempla viene de la posibilidad de identificarse con sus protagonistas. No hay más que darse una vuelta por la red y descubrir la infinidad de parodias e imitaciones en las que gentes del más variado pelaje se han dibujado y fotografiado en las mismas actitudes que los sagrados personajes. Irreverencias y chocarrerías al margen, queda claro su poder de atracción. De alguna manera, todos estamos sentados en algún punto de esa mesa.
Hubo
en la visita al interior del templo un momento extraordinario, y se lo debo a
un rayo de sol. Dado el esplendor decorativo y la multitud de focos de
atención, es probable que no me hubiera fijado jamás en un grupo escultórico de
una de las naves laterales de no ser por la oportuna incidencia de la luz sobre
una de sus figuras. El grupo representa el episodio de la Presentación de la
Virgen en el templo. La pequeña María aparece a punto de subir una escalinata
que la conducirá a la entrada del edificio, donde la esperan varios personajes
solemnes. Es más que probable que hubiera pasado de largo frente a esta obra si en ese
instante un rayo de luz no se hubiera filtrado por una de las cristaleras para
venir a caer justamente sobre la figurita infantil. El contraste entre la niña
iluminada y los personajes de largas barbas y serios tocados, sumidos en la
sombra, me hizo detenerme con asombro. Apoyándome en una verja que rodeaba la
escultura, y temiendo la inminente recriminación de un guardia de la catedral,
conseguí dominar mi mal pulso y hacer la fotografía que acompaña estas líneas.
Fue, para mí, un momento de privilegio.
De
vuelta a España, he buscado información sobre la obra y no la he encontrado. Desconozco, pues, la identidad del autor y la fecha de realización. Esos datos, el rayo de sol no
fue capaz de desvelármelos.
Tu expresión embelesada ante “La Última Cena”, como un personaje más de Leonardo, se añade al repertorio de impresiones que guardo de esta obra... Tampoco puedo olvidar la atenta mirada de otra amiga, que me descubrió sorprendentes detalles de la mesa y el mantel… Por varias razones, tengo la suerte de contemplar esta maravilla con envidiable frecuencia, y el privilegio de hacerlo con personas que añaden algo valioso a cada visita. La “emoción” ante una obra de arte es algo difícil de explicar, pero fácilmente reconocible en uno mismo y en esas “otras miradas”.
ResponderEliminarEs cierto que Milán parece destinada a visitas precipitadas; prometo que la próxima vez habrá tiempo para ver los lugares de “La sonrisa etrusca” que nos mostraste en una tertulia. Espero así que tu imagen de la ciudad sea menos abocetada. Y seguro que descubrimos algún nuevo detalle, a ser posible entre los versos de los viandantes… Un abrazo y hasta muy pronto, Choni.
Tienes razón, Choni: la emoción ante una obra artística es algo inexplicable, y yo añadiría que es también algo que nos une extraordinariamente a otras personas que son capaces de experimentarla. Tienes suerte de visitar con tanta frecuencia a esos maravillosos personajes de Leonardo, y de poder espiar la impresión que producen en tus acompañantes. A semejanza con lo que sucede en "La Última Cena", debe de ser todo un muestrario de reacciones humanas.
EliminarHe tenido que repasar la ficha de lectura que preparé para nuestra tertulia sobre "La sonrisa etrusca", porque había olvidado las alusiones a Milán de las que me hablas. Se trata del encuentro casual del protagonista con la impresionante Piedad Rondanini de Miguel Ángel y de su visita a la iglesia de Sant Angelo, donde descubre una imagen de San Cristóbal portando a Jesús niño que le recuerda a la relación que él mantiene con su nieto. Sería precioso, realmente, poder seguir los pasos del personaje de Sampedro por Milán. Por supuesto, con más calma. Un abrazo.