LOS CUADROS DE SEPTIEMBRE (2012)
Hay cuadros que nos enganchan ya desde su misma
temática. A mí me sucede con Un chiquillo
sentado, conocido también como Estudiante
pobre, obra del pintor madrileño de extraordinaria técnica y breve vida
Víctor Manzano (1831-1865). Los ecos velazqueños de este retrato de impecable
factura son evidentes: los tonos cálidos, el fondo neutro que envuelve al
personaje, la penetrante mirada de este, clavada en el espectador. Es
inevitable recordar los estremecedores retratos de bufones del gran Velázquez.
Aquí el artista se permite soñar con una realidad impensable en su momento
histórico: el acceso de un niño humilde a la educación. Este chiquillo descalzo
de vestiduras raídas sostiene un libro sobre sus piernas; por la grave
expresión de sus ojos, nos resulta evidente que sabe el tesoro que tiene entre
sus manos, que comprende la dignidad que le confiere a su dura vida el acceso
al saber. Nosotros lo sabemos también. Sirva este enternecedor retrato como
homenaje a todos los que en este mes de septiembre estarán en breve inmersos en
la hermosa tarea de enseñar.
La pintora canadiense Emily Carr (1871-1945) fue
autora de numerosos paisajes en los que volcó su peculiar sentido de la
espiritualidad y su identificación de la divinidad con la naturaleza. Creó así
emocionantes visiones del mundo vegetal como este Interior de bosque. Es extraordinaria la impresión envolvente que
produce este cuadro en el que lo contempla. Las líneas curvas de los troncos,
el movimiento ondulante de la hierba, las copas de los árboles que se cierran
formando una bóveda de verdor, nos impulsan a penetrar en un espacio que dista
mucho de ser solo físico: estamos ante un bosque de cuento o ante un bosque
extraído de un sueño. Sospechamos que bajo la corteza de estas criaturas se
agitan pasiones y turbulencias humanas. Con los briosos trazos de su pincel,
tal vez la artista nos esté invitando a adentrarnos en su mundo privado, o tal
vez a emprender un viaje hacia nuestro propio interior.
Este Soldado
muerto fue durante mucho tiempo atribuido a Velázquez y en la actualidad se
considera obra de un artista italiano del XVII influido por el gran maestro
español. Pero poco importan los problemas de autoría en comparación con la
intensidad emocional que se desprende de esta obra estremecedora. En contraste
con las abundantes representaciones de militares victoriosos, arrogantes,
captados en el fragor del combate, arrostrando con coraje la derrota o
recibiendo los laureles del triunfo, este pintor cuyo nombre ignoramos elige
como motivo central la figura solitaria y conmovedora de un soldado caído. No
es una imagen sangrienta: no vemos las heridas que han terminado con la vida de
este personaje, que apoya apaciblemente la mano derecha sobre su torso, como si
estuviera durmiendo, y protege con la izquierda su espada, símbolo de su honor
de guerrero. El escueto fondo de rocas y el cielo borrascoso –tan velazqueño-
desvinculan la escena de un entorno concreto y le dan un carácter universal. La
presencia de elementos simbólicos (la lámpara que se apaga y los huesos humanos
al pie del cadáver) nos hablan de la intención moral del pintor: hombre de su
época al fin y al cabo, pretende transmitirnos el mensaje de que todo en la
vida es vanidad. Como espectadora moderna, me reservo el derecho de interpretar
el cuadro como un homenaje al individuo anónimo, atrapado en los grandes
engranajes de la historia, tan insignificante frente a las grandes cifras, tan
importante en términos de humanidad.
La vida del pintor germano-americano Lyonel
Feininger (1871-1956) estuvo sometida a un movimiento de vaivén entre el Viejo
y el Nuevo Mundo. Nacido en Nueva York y afincado muy joven en Alemania, donde
participó en las grandes corrientes artísticas del momento, fue declarado “artista
degenerado” por el pujante nazismo, volvió a cruzar el Atlántico y se instaló
definitivamente en Estados Unidos. Esta fusión de elementos se refleja en su
obra, que tiene toques del expresionismo alemán, un fuerte componente cubista y
rasgos del cómic. Feininger nos ha dejado dinámicas visiones de la vida moderna
como esta Arquitectura II (El hombre de
Potin). La viveza de los colores, la descomposición de las figuras en sus
planos esenciales y la superposición de puntos de vista simultáneos crean una imagen
vistosa y juguetona del mundo urbano. Hay mucho de decorado teatral en estos
rascacielos de líneas caprichosas, en estas chimeneas que se recortan sobre el
cielo con un trazo casi infantil. Contribuye a ello la cortina roja que se abre
para que podamos asomarnos al exterior y que nos recuerda inevitablemente a un
telón: los personajes se convierten en actores –o títeres tal vez- de esta
escena callejera; el que observa el cuadro, en espectador de una función.
El del estudiante me deja perplejo, con que naturalidad capta su mirada inocente y los hombros caidos, como desencajado.
ResponderEliminarMe ha encantado. Gracias por hacérmelo descubrir.
Un saludo.
A mí también me impresiona este cuadro. Di con él por casualidad hará un par de meses, cuando tras visitar una exposición temporal en el Museo del Prado me puse a deambular sin rumbo fijo por las salas de pintura del XIX. Es extraño que nunca antes me hubiera fijado en él. Me conmovió la expresión del muchacho, a la vez candorosa y llena de firmeza. Y menuda técnica la de este pintor al que las enciclopedias apenas dedican unas líneas.
EliminarMe alegro de que haya sido también un descubrimiento para ti. Un saludo.