EL GIGANTE EN LA ORILLA
La infancia está llena de espacios mágicos. En realidad, todos lo son, cuando se contemplan desde esa altura irrecuperable que dan la poca experiencia, los escasos centímetros y la inmensa capacidad de asombro. Nada de lo que vemos de adultos alcanza la emoción de los lugares que visitamos de niños. Si tuviera que elegir los escenarios más prodigiosos de mis primeros años de vida, uno sería sin duda la catedral de Toledo. Fue mi primera catedral gótica, la primera vez que contemplé un edificio que parecía todo él un organismo vivo, con sus criaturas de piedra increíblemente animadas, con sus imágenes al acecho en los rincones oscuros, con su portentoso Transparente, que era, entonces no me cabía la menor duda, un conducto abierto en el techo que conectaba con un ámbito sobrenatural, que lo mismo podía estar poblado de ángeles y criaturas celestiales que de hadas y dioses paganos. Yo nunca había visto hasta entonces un edificio que tuviera una abertura por la que se pudiera escapar al mundo de la imaginación.
Y luego estaba, por supuesto, mi amigo el gigante. Yo medía bastante menos que ahora por aquel entonces, y desde mi estatura de niña resultaba aún más sobrecogedor el hombretón pintado en la pared que caminaba apoyado en su bastón llevando a un niño sentado en el hombro. Cuando lo conocí estaba deteriorado, oscurecido por los años, y me producía una impresión siniestra que me asustaba y me atraía a la vez. Ya de adulta me he acercado muchas veces a verlo y lo he encontrado restaurado, con los colores brillantes que le dio su autor hace siglos. Descubrí, además, que sonreía a su pequeño acompañante. Era un santo cordial, este Cristóbal que tanto me impresionaba de niña.
Para ser una persona nada religiosa, siento una peculiar curiosidad por las leyendas de santos. Tal afición me viene también de la infancia: supongo que leía las historias piadosas con la misma avidez que los mitos griegos o los cuentos de hadas. La de San Cristóbal me parece especialmente atractiva. Como tantos otros héroes legendarios –como Lanzarote del Lago, que recorría el mundo buscando un señor digno de su lealtad-, el gigante Ofero había decidido servir solo a un amo más poderoso que él mismo. Dicha determinación le llevó a ofrecer sus servicios a Satanás, hasta que descubrió que este temía el signo de la cruz y el nombre de Dios. Comenzó entonces una búsqueda que le llevó a contactar con un ermitaño que habitaba a la orilla de un peligroso río. Convencido de que dicho personaje había de conducirle hasta Dios, permaneció con él mucho tiempo, y a su muerte lo sustituyó en su tarea de mostrar a los que por allí pasaban el lugar más seguro para atravesar las aguas. El resto de la historia es previsible: es allí, a la orilla del río, donde lo encuentra un niño al que el gigante ayuda a cruzar llevándolo sobre su hombro. Ese niño es Jesús, que le cambiará el nombre, y a cuyo servicio consagrará el recién bautizado como Cristóbal el resto de su vida.
Toda esta reflexión me ha surgido porque hace unos días, navegando por la red, encontré una representación para mí desconocida de este santo y su pequeño compañero, realizada por el pintor gótico Konrad Witz. Se trata de una visión encantadora del mito: el hombretón temible se ha convertido en un barbudo cordial, con aire de monje venerable, y las peligrosas aguas que atraviesa son apacibles, cristalinas, ideales para observar el mundo que habita bajo su superficie. Cuenta la leyenda que Cristóbal descubre la identidad del pequeño pasajero cuando siente que llevarlo le cuesta un esfuerzo extraordinario, y el niño le explica que la causa es que no lo está cargando solo a él, sino también el inmenso equipaje que arrastra, que no es otro que todos los pecados del mundo. Este santo de Konrad Witz camina inclinado, en efecto, pero no parece abrumado por el peso, sino interesado en escudriñar lo que esconde el río en su interior; parece un naturalista acompañado por su pupilo, descubriendo las maravillas de la vida acuática. Deben de ser cosas de la edad: el gigante imponente que me impresionaba de niña se ha transformado para mí en un compañero cordial, un maestro, un amigo capaz de hacer más amable el camino de la vida y de ayudarnos a descubrir los prodigios del mundo.
Una última consideración: he descubierto, cuando me documentaba para escribir esta entrada, que la Iglesia dictaminó en 1969 suprimir del calendario litúrgico a aquellos santos de cuya existencia no hubiera pruebas. Se procedió así a eliminar del santoral al tierno San Cristóbal, portador de niños viajeros, y al aguerrido San Jorge, protector de princesas y azote de dragones. Bien que lo siento, este simultáneo descenso de categoría de dos de mis santos favoritos. Menos mal que, de momento, el vulnerable y humanísimo San Sebastián tiene su historicidad asegurada.
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