LOS CUADROS DE MAYO
La construcción de la presa de Asuán amenazaba con sumergir riquísimos monumentos de Nubia. Una expedición de arqueólogos polacos trabajó contrarreloj para rescatar la catedral cristiana de Faras, que llevaba siglos oculta por las arenas del desierto. Al ser sacada a la luz, sus paredes aparecieron cubiertas por frescos en los que personajes blancos y negros, divinos y humanos, se mezclan con deliciosa naturalidad. Uno de ellos representa a esta mujer de ojos grandes y expresivo gesto que parece reclamar el silencio del espectador. Ella es Santa Ana, pintada en el siglo VIII, y que tras su larga existencia en tierras africanas empezó otra –de momento bastante más breve- en las paredes del Museo Nacional de Varsovia. Tras salvarse de la amenaza de la arena y de las aguas, ella se ha convertido en el logotipo del Museo, y con encantadora delicadeza pide a los visitantes, desde reproducciones y carteles dispuestos por doquier, respeto y atención al recorrer las salas.
Cuentan que el pintor belga William Degouve de Nuncques (1867-1935) afirmaba que, para crear un cuadro, solo era necesario tomar unas cuantas pinturas, dibujar algunas líneas y llenar el resto con sentimientos. Quizá por eso sus obras son tan difíciles de distinguir de su propia alma. En este caso, el título nos remite a un lugar concreto: Nocturno en Parc Royal de Bruselas. Pero el que contempla el cuadro capta que es solo una apariencia; este paisaje en la noche, estas farolas semiescondidas en la vegetación, estos senderos que se entrelazan y se pierden en la distancia, conducen directamente a lo más profundo del artista. Tal vez, por qué no, a lo más profundo del espectador.
Según las leyendas artúricas, Sir Galahad fue uno de los tres caballeros de la Tabla Redonda que consiguió alcanzar el Santo Grial. El pintor inglés George Frederick Watts (1817-1904) lo refleja así, melancólico, descansando junto a su caballo en un claro del bosque, en un juego hermosísimo de líneas entre la cabeza agachada del animal y la pierna del hombre alzada sobre una roca. El rostro de Galahad no se aprecia del todo pero lo sabemos muy joven, su armadura reluce y sus manos, cruzadas sobre el muslo, no son las de un guerrero sino las de un pensador. Es lo que tienen los caballeros de leyenda: nos permiten soñar con ideales de justicia y olvidar por un momento la primitiva función de esas temibles piezas de hierro que son sus incondicionales acompañantes.
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