LOCOS DE PAPEL
Hace ya unos cuantos años, viajaba yo en tren con un grupo de amigos y uno de ellos sugirió un juego para hacer más corto el trayecto. Se trataba de recordar entre todos literatos con algún defecto físico. Hay que perdonar la considerable pedantería del entretenimiento: éramos jóvenes, filólogos y, por tanto, un pelín engreídos. El caso fue que disfrutamos bastante del juego, y por aquel vagón de tren desfilaron a tientas Homero y Borges, Cervantes y Valle-Inclán con sus brazos inútiles y lord Byron renqueando con su cojera. El viaje se hizo, sin duda, mucho más ameno. Una seguidora de este blog me lanzó hace días un reto parecido: mis locos favoritos. En el cine, en la literatura, en el arte, en la vida real. En cuanto leí su sugerencia, mi cabeza se pobló de ideas y recuerdos; hubo una auténtica avalancha de imágenes que me ha costado algunos días poner en orden. Eso sí, me lo he pasado realmente bien, rodeada de excéntricos deliciosos, de locos entrañables, de dementes amenazadores. Hoy voy a hablar de los que habitan en el mundo de ficción de la literatura, en las páginas de las novelas, sobre las tablas del teatro: son mis locos de papel.
Me remonto más años de lo que me gustaría (más aún que para la escena inicial del vagón de tren) y recuerdo que los locos que me fascinaban de jovencita eran los de Poe. Tenía por entonces, y aún la conservo en gran medida, esa tendencia macabra tan propia de los adolescentes, y me atraían de forma irresistible esos locos siniestros, aterradores, obsesionados con un gato negro o con el ojo ciego de un anciano; capaces de asesinar, de desenterrar cadáveres para arrebatarles los dientes, de casarse con una mujer para intentar convertirla en la amada muerta. Capaces de ocultar a su víctima bajo el entarimado y sentarse a charlar encima con los que vienen a investigar el asesinato, mientras en el interior de su cerebro, en la habitación, en el mundo entero, resuenan con una fuerza cada vez mayor los latidos de un corazón delator.
Muy distinto es el siguiente loco que me viene a la cabeza. Un personaje ingenioso, histriónico, divertido, verboso, al que la tradición popular añade el apelativo de “loco” a pesar de que su autor nunca lo llamó así: El Sombrerero de Alicia en el País de las Maravillas de Lewis Carroll. Curiosa distinción que le hemos añadido los lectores a un personaje inmerso en un mundo en el que la locura es la tónica general. A su alrededor campan la Liebre de Marzo y el Lirón, y es difícil elegir cuál de los tres personajes está peor de la cabeza. Juntos protagonizan una de las escenas más divertidas que recuerdo haber leído, y que, en este caso sí, Lewis Carroll tituló Una merienda de locos.
Hay veces en que la literatura refleja a los enfermos mentales en su faceta más tierna, más poética. Ellos son capaces de albergar los sentimientos delicados, la imaginación y el afán por lo imposible que los cuerdos hemos dejado al margen en nuestro empeño por subirnos al carro de la realidad. Hay un caso especialmente hermoso en la literatura española: la abuela Josefa de La casa de Bernarda Alba de García Lorca. En esa familia en la que reinan la represión de los sentimientos y la más férrea de las tiranías, en medio de esas mujeres que viven encerradas, negándose sus instintos y espiando la vida por las rendijas de las ventanas, habita una vieja loca maravillosa que se cree joven, que se cree madre de un bebé y que se sabe, y en eso lleva razón, liberada gracias a su locura del enfermizo dominio de Bernarda. Ella atraviesa la escena en uno de los momentos teatrales más delicados y mágicos que recuerdo, envuelta en su camisón, acunando a una ovejita a la que cree un recién nacido.
Dejo para el final otra loca que marcó mis primeros años como lectora. Ella es una presencia constante pero a la vez una ausencia, una sombra que se cierne amenazadora sobre los protagonistas pero que aparece fugazmente y muy avanzada la historia, dejando a su paso un rastro de fuego y destrucción: es la esposa del señor Rochester en Jane Eyre de Charlotte Brontë, la loca que vive encerrada y escondida a los ojos del mundo, pero que emerge de su guarida para provocar el incendio de la casa e impedir –aplazar, al menos- la felicidad de Jane y de su bronco enamorado.
Casi me parece oír las protestas al llegar a estas alturas de la entrada. Por supuesto, están ellos, los grandes. Los he dejado para el final. Tengo la impresión de que no son mis locos: son los locos de todos. Nuestro entrañable hidalgo don Alonso que se cree caballero y galante enamorado, a lomos del mejor de los rocines. O, también de don Miguel de Cervantes, el licenciado que se cree fabricado de vidrio y vive con el terror de verse reducido a añicos. O los grandiosos locos de Shakespeare: rey Lear, huyendo de su dolor de padre abandonado; Ofelia, escapando río abajo de una realidad que la rebasa. Y los bufones, locos profesionales capaces de decir las verdades que los cuerdos esconden. Y Hamlet, que se finge loco para intentar arreglar lo inarreglable. Locos de verdad, locos fingidos, locos por necesidad o por profesión. Ya lo explicitó el creador de todos ellos: “La vida es un cuento contado por un idiota”. Un mundo sin sentido, en definitiva. Un mundo de locos.
Me sorprende siempre, conociéndote tan dulce y tierna, tu fascinación por lo macabro, por lo oculto, por la locura, en ocasiones fascinante y divertida y en otras con una negrura que lo llena todo. Y es curioso cómo estando tan cerca en algunos aspectos, estamos tan lejos en estos gustos literarios tuyos. Porque a mi me horroriza, me angustia esa locura. Huyo de ella con verdadera perseverancia. Quizá encuentro demasiada locura en la vida corriente para gozarla en la fantasía. Porque, ¿no encuentras terrible, loca, negra, la situación real que viven algunos de los jóvenes que nos rodean en ambientes axfisiantes por el rencor, por la inseguridad que los adultos les provocamos? No obstante, no he podido obviar algunas lecturas y me vuelven a la cabeza escenas que querría olvidar. Voy a contarte una de ellas: en la escena del cuento de Poe en la que está emparedando a su rival, y mientras le explica lo que le espera mete su brazo en un gran tonel de vino, saca a la infiel mientras le dice algo parecido a esto: "Pero no vas a estar sólo, aquí está la luz de tus ojos".
ResponderEliminarHay aspectos tan duros en la vida real. No he podido olvidar un artículo de la revista Triunfo en el que se narraba el sadismo de los militares torturando a una jovencita después de la caida de Allende. Esto no puedo ni contarlo. Así que, Bea, sólo quiero a tus locos divertidos. No quiero a los macabros. Y ahora, despues de leer la historia del Celta de nuestro amigo Varguitas, quiero reirme, divertirme y olvidarme de hasta dónde puede llegar la locura del ser humano, real o irreal. Dedícame, por favor, una entrada. Lola
No te preocupes, Lola, que tu entrada está en camino. Ya estoy dándole vueltas a algo muy bonito que he visto esta tarde y que creo que te va a gustar. En cuanto a mi inclinación por lo macabro, aclaro que se limita al campo de la fantasía. Cuando lo terrible cobra visos de realidad, de cotidianeidad, me espanta tanto como a ti. Puedo seguir impertérrita (y encantada, lo confieso) las andanzas de uno de los héroes alucinados de Poe, pero te recuerdo que un libro que me prestaste precisamente tú, "Adiós, Shangai", de Angel Wagenstein, que contenía una escena en la que se veían los resultados de las torturas a una joven, me tuvo varias noches sin dormir. En cuanto a la última aventura de nuestro querido Varguitas... por las referencias que tengo, creo que más vale que me abstenga. Intento (no siempre lo consigo) dormir en paz.
ResponderEliminarA veces a través de estos hilos etéreos de internet se puede comprobar todo lo que se tiene en común con personas con las que convives en otros ámbitos, pero sin tiempo para profundizar, ni siquiera hablar, de muchos temas.
ResponderEliminarHace unos días un grupo de alumnos preparó un trabajo en el que hacía distintas reseñas de personajes históricos que, pese a su discapacidad, pudieron trabajar, en distintos campos, y dejar su legado. Entre ellos había personas con distintas enfermedades mentales. Da mucho miedo, la enfermedad mental. Hay también mucho desconocimiento, y además el enfermo sufre esa marginación que conlleva el miedo social que provoca su demencia. No ocurre lo mismo con enfermos de cualquier otra dolencia.
Tal vez por eso, por esa capacidad de la literatura de sublimar los problemas de las personas, para ver el tema desde otro prisma completamente diferente, agradezco tanto esta entrada. Y, efectivamente, también me quedo con El Sombrerero. Confieso que sólo he sido capaz de leer un cuento de Poe en mi vida; me cuesta mucho asimilarlo. Las locuras que me gustan son las que la gente hace por amor, en toda su extensión. Gente que deja un futuro prometedor,también riqueza material, y se marcha a zonas de conflicto para vacunar niños, aliviar sufrimientos, hacer lo que toque, como se pueda, sabiendo que tiene muchas papeletas para, como mínimo, salir herido de allí. Personas que entran en una central nuclear completamente descontrolada y luchan horas y horas por estabilizar una situación caótica, olvidados de sí mismos, mirando la seguridad de los demás. Esquizofrénicos que luchan contra su enfermedad y son capaces de seguir estudiando, enseñando y aportando, como el premio Nobel de Economía John Forbes Nash. Locuras maravillosas, locuras que hacen mejor nuestro mundo. Este mundo tan desesperado, tan caótico, tan loco.
No cabe duda de que mi visión de la locura es mucho más siniestra, porque para mí todos esos casos que planteas no son ejemplos de locura, sino de la parte maravillosa y excepcional que tiene el ser humano y que a menudo dejamos enterrada a causa del pragmatismo, el miedo, la búsqueda de la seguridad. Para mí la locura es siempre aterradora por lo que implica de pérdida de contacto con la realidad, y por tanto, de aislamiento con respecto a nuestros semejantes. Es un tema que me preocupa mucho: hasta qué punto la percepción que tengo de una determinada realidad es la que tienen los demás. Hasta qué punto se puede llegar a estar solo, encerrado en los propios pensamientos, creyendo captar el entorno pero completamente al margen del mundo exterior, esa fiesta, o esa batalla, en la que participan los otros.
ResponderEliminarEs cierto, Bea, ¡cómo recuerdo el terrible impacto que te causó Adios Shangai! Y que impenetrables somos. Demasiadas veces encuentro incomprensible como, ante la misma situación, los sentimientos de los otros son tan diferentes a los míos. Qué aspecto no soy capaz de ver, qué sensibilidad me falta para sentir la soledad del otro. Haces bien en aparcar a V. Ll. es demasiado dura y demasiado pagada a la "cronica". No me gustan las crónicas. Espero con interés y con ilusión tu divertimento.
ResponderEliminarSí, es cierto lo que dices, Bea. No es locura perseguir ideales. El lado oscuro del aislamiento y la oscuridad de la mente es terrible. No se puede volver la mirada e ignorar el lado más siniestro de la realidad. En este sentido, admiro vuestra valentía al enfrentaros a estas lecturas que comentais. Yo, por el contrario, prefiero la crónica periodística en estos casos. No sé si es por cobardía, me temo que a lo peor sí. La literatura es siempre un vehículo para sentirme mejor, puede que la esté disfrutando de una forma sesgada, pero así es.
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