QUEREMOS TANTO A PAUL
Cuando cierro un libro de Paul Auster, siempre tengo la sensación de haber pasado un rato con un amigo. Eso tiene sus ventajas: me siento comprendida y confortada por los pensamientos y las palabras de un señor con el que a lo largo de los años –y de los libros- he alcanzado mucha mayor intimidad que, por poner un ejemplo, con ese vecino de mi edificio que tiene un horario parecido al mío y con el que coincido todas las mañanas en la proximidad asfixiante del ascensor. A Paul Auster con frecuencia lo veo venir, sé o creo saber lo que me va a contar al instante siguiente, y muchas veces acierto. Alguien podría ver en ello una desventaja, la sensación de que un autor se repite, de que ya nos lo ha contado todo y poco más tiene que aportarnos. El caso es que eso también nos sucede con los amigos, y sin embargo, insistimos en establecer contacto con ellos, en llamarlos y escribirlos y concertar citas en las que nos cuentan sus cosas, que no nos engañemos, suelen ser casi siempre las mismas y ya nos las sabemos antes de oírlas. Y pese a ello, hay que ver cómo conforta, la amistad.
Me hago estas reflexiones porque acabo de terminar la última novela de Auster, Sunset Park, y a lo largo de sus páginas he tenido la sensación de recuperar historias, personajes y pensamientos muy queridos de obras suyas anteriores como La música del azar, La noche del oráculo y El palacio de la luna. Una vez más, un protagonista que lo abandona todo en una especie de autoliberación o de suicidio profesional y se lanza a una vida distinta, a la rutina de un trabajo humilde y a la incertidumbre de una morada provisional. De nuevo destinos que dan un giro brusco, gestos mínimos que marcan una existencia para siempre, culpas secretas que no dejan ser feliz, desgracias que se desploman sobre una vida en un segundo. Personas que espían a otras personas con las que fantasean sin atreverse a establecer un contacto real. Llamadas telefónicas que nunca llegan o que se producen cuando el que las espera no las puede atender. Fotografías tomadas en un vano intento de inmovilizar el tiempo que se escapa. Escritores atrapados en la necesidad visceral de seguir escribiendo. Una misma película –el clásico Los mejores años de nuestra vida- que aparece de forma recurrente en la trama, asociada a personajes distintos, y que cobra importancia por razones variadas para cada uno de ellos. Gentes que se separan y se juntan, que coinciden por azar o se pierden para siempre. Largas carreteras que marcan las distancias entre los que no se volverán a encontrar. Y los objetos y las calles, los sitios públicos y las casas, testigos inmutables del tiempo y las vidas que pasan.
En Sunset Park hay un pasaje impagable que no me resisto a comentar: un padre no se atreve a contrariar la decisión de su hijo, que ha elegido vivir al margen de él, pero sigue su rastro por distintos puntos del país y le espía. Incapaz de franquear la barrera que se ha levantado entre ambos, fantasea con la posibilidad de camuflarse, de adoptar un disfraz y unas maneras postizas para establecer contacto con el joven sin que este lo reconozca. Inventa así personajes distintos, ancianos cordiales y estrafalarios, que en su imaginación le permiten acortar esa distancia que le resulta insoportable en la realidad. Pasajes como estos son los que me hacen feliz cuando tomo en mis manos una novela de Paul Auster. Cómo le agradezco que me los siga proporcionando; cómo le agradezco, en definitiva, que siga siendo el mismo.
Una precisión final: como muchos habréis reconocido, el título de esta entrada es un préstamo del gran Julio Cortázar. En su relato Queremos tanto a Glenda, el narrador cede la voz a un grupo de fervientes admiradores que, llevados por su exaltado amor hacia una actriz (obvio trasunto de Glenda Jackson), se van inmiscuyendo en su vida y su carrera de una forma que poco a poco adquiere tintes aterradores. Es un cuento sorprendente, genial. Como tantos otros de Cortázar. Por cierto, supongo que ya me lo habréis notado: podría escribir también una entrada que se titulara Queremos tanto a Julio.
gracias por pasarte por el baúl!! pues con S.Holmes creo que no se puede pedir más, lo tiene todo(o casi todo) un abrazo enorme =)
ResponderEliminarhasta pronto!!
Es una experiencia increible coincidir de esa forma en una lectura. Me hace sentirme acompañada. Me ha recordado el primer contacto con Paul Auster, Smoke. Al empezar a leer sentía la sensación de deslizarme por una pista de hielo, suave, fácil
ResponderEliminarBeatriz, cada vez me gusta más tu blog
Recordando palabras del propio Auster: la novela “constituye el único lugar del mundo donde dos extraños pueden encontrarse en condiciones de absoluta intimidad”. Y luego tiene la ventaja añadida de que ayuda a los lectores a encontrarse. No hay mejor bálsamo contra la soledad. Gracias por estar siempre ahí, Lola.
ResponderEliminarAlgunos personajes tienen tantos matices en su personalidad, que parecen completamente reales. Es una sensación rara, como si pudieras buscar su número en una guía telefónica y al marcar su número fueran a contestar; cruzarte con ellos paseando tranquilamente en un parque o comprando en el super. Eso me ha pasado con Nathan, leyendo Brooklyn Follies. Se me ocurre más de una ocasión en la que no estaría mal que apareciera Nathan por alguna parte. Me gustaría conocer su punto de vista.
ResponderEliminarVoy a empezar a leer ahora mismo Sunset Park. No me perdería esta ilusión, que se renueva siempre que voy a empezar un libro. Justo a mi derecha veo Lo que esconde el cuadro. Será el siguiente, pero en su caso, la ilusión que llevo acumulada con él bien merece la espera.
ResponderEliminarEspero que Sunset Park te guste tanto como a mí. Un consejo: cuando tengas reciente el capítulo inicial, escucha al propio Auster leyéndolo en el vídeo que incluyo en la entrada "Auster, en la voz de Auster". No todos los autores saben dotar de emoción a sus escritos cuando los leen. Desde luego, Auster sí sabe.
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