PÁGINAS QUE NO HE OLVIDADO
Pero en este problema del que hablo se puede encontrar algo positivo, y es que me permite discernir cuándo unas páginas me han impactado especialmente. Hay pasajes que permanecen frescos en mi memoria a pesar del tiempo y de la sucesión de lecturas posteriores que han conspirado para lograr su desaparición. Nunca olvidaré, por ejemplo, a Remedios, la bella, elevándose en el aire a merced del viento que arrastra una sábana en Cien años de soledad. Y eso que solo he leído la novela de García Márquez una vez, y no había cumplido, creo yo, los veinte años. Más o menos la misma edad tenía cuando cayó en mis manos un maravilloso relato de Cortázar titulado Silvia, en el que las reuniones de un grupo de niños están siempre presididas por la joven misteriosa que da título al cuento, y que deja de existir cuando a los niños la vida los va separando. No he necesitado volver a leerlo; es más, me resisto a hacerlo: para mí Silvia es y será siempre la magia de Cortázar más la de mis diecinueve años.
¿Qué más páginas no puedo olvidar? La primera aparición de Quasimodo en Nuestra Señora de París, de Victor Hugo. Los desheredados de la ciudad están celebrando la elección del “rey de los locos”, y un amplio abanico de borrachos, delincuentes y andrajosos han asomado su rostro a una ventana rota para someterse al juicio y las burlas de la multitud. De pronto, en el marco aparece una cara que no necesita de muecas para resultar con diferencia la más espantosa, y que es aclamada de inmediato por la masa. Es la del pobre jorobado Quasimodo, campanero de la catedral.
Otras páginas inolvidables: el marqués de Bradomín lleva en brazos el cadáver de su amante Concha para devolverlo a su dormitorio tras una aventura ilícita en la Sonata de otoño de Valle-Inclán. La melena de la mujer se enreda al pasar en un picaporte y su amante furtivo se ve obligado a soltarla de un tirón, estremecido por tener que romper los cabellos que tanto ha amado. Y esta otra: en Germinal, Zola aparta por unos instantes su mirada sensible y crítica de la inhumana existencia de una comunidad de mineros para ir a posarla en una criatura insignificante, un caballo que es empleado para arrastrar las carretillas en las galerías subterráneas y que lleva prácticamente toda su vida encerrado sin ver la luz del sol. El efecto de la descripción de la pobre bestia cansada, nacida para los campos y el aire libre, es sobrecogedor.
Por qué este ejercicio de memoria, podrá preguntarse alguien. La razón es que he abordado la relectura de Amor perdurable, de Ian McEwan, objeto de nuestra próxima tertulia literaria, y antes de hacerlo quise poner a prueba los recuerdos que guardaba de la primera vez que la leí. No es un caso comparable con los antes mencionados, ya que es una lectura mucho más reciente, pero aun así descubrí que podía hacer un resumen muy sucinto de la trama, sin aportar grandes detalles... excepto de la escena inicial, que había atesorado con toda fidelidad en mi memoria. Estoy segura de que, si vuelven a preguntarme dentro de unos años, será lo único que recordaré. Y es que Amor perdurable, no sé si estarán de acuerdo conmigo mis compañeros del club de lectores, tiene uno de los comienzos más sorprendentes que se pueden tramar para una novela. Una merienda campestre, el reencuentro de una pareja de enamorados, y de pronto la calma se quiebra con la aparición de un globo aerostático cuyo piloto no consigue hacer aterrizar y en cuya barquilla viaja un niño asustado. Varios testigos se lanzan a ayudar y una terrible ráfaga de viento hace que todo degenere en tragedia. No necesitamos más: ya estamos lanzados a ese universo imprevisible, nada tranquilizador, que puebla la narrativa de McEwan. Ah, y que no se enfaden conmigo los que aún no la han empezado a leer, porque no les he desvelado nada de la historia. En un golpe maestro, el autor deja olvidados al cabo de un par de capítulos el globo y la tragedia de su rescate, para adentrarse –y llevarnos de la mano- por unos derroteros bien distintos. Eso sí, igualmente inquietantes.
Siempre que leo tus comentarios me queda por dentro una sensación de envidia por la frescura de tus recuerdos. Me ayudan a recordar las páginas que describes. Porque yo, que gozo tanto con la lectura, sólo me quedo con el conjunto de la historia. A veces me da miedo releer por si algo que recuerdo maravilloso me defrauda. Lo que si recuerdo con viveza son los poemas que me marcaron. Tan profundos y tan lejanos... Lola
ResponderEliminarEstá claro, Lola, que tú y yo tenemos dos tipos distintos de memoria: a mí me resulta imposible acordarme del conjunto y en cambio se me quedan grabados los detalles. Son dos formas de disfrutar de la lectura, en cualquier caso. ¿O tal vez formamos una lectora completa entre las dos?
ResponderEliminarYo soy nueva en este blog, pero estoy contentísima de haber llegado a este sitio y poder aprender tanto y ver tantas cosas a través de vuestros ojos. En cuanto a lo referente a la memoria y cómo se recuerdan los libros, yo siempre que releo siento que hay algo nuevo que no supe o no pude ver, y quizás algo que ahora se me escapa. Una de mis autoras favoritas es Austen, me gusta releerla de vez en cuando, y siempre hay algo nuevo, algo distinto y puede que algo perdido. En cualquier caso, siempre volveré a ella, como a este blog y a tus libros, Beatriz.
ResponderEliminarBienvenida, entusiasta lectora de Jane Austen y recién llegada a este blog. Espero contar con tus puntos de vista y tus aportaciones durante mucho tiempo. Gracias por pasar por este espacio inmaterial que tanto me gusta compartir, por tus palabras de aliento y, por supuesto, por leerme. Y por qué no, por esa incertidumbre sobre tu identidad que ya está haciendo volar mi fantasía.
ResponderEliminarSoy compañera de trabajo además de entusiasta lectora tuya. Creí haber puesto mi nombre al final del comentario, pero veo que no. Hace unos días terminé de leer Oriana y las fieras y aún me persigue con ese aura que dejan los libros cuando se terminan y que nos acompaña, a veces durante mucho tiempo. Hay muchas cosas en Oriana y las fieras que me hacen pensar en todo lo que vamos perdiendo a lo largo de la vida. Esos finales que van llegando, a veces de forma sutil. Lo que ayer estaba, simplemente hoy no está. Sigo pensando...en Talismán, en el amor que siente Oriana, en esa gran madre que busca su volcán, en Dieguito y sus ansias de libertad, en el aura de Héctor Vidal. Esta maravillosa novela lanza al lector un cabo de cuerda para que suba a su barco, para que ponga su parte, por su cuenta. Tal vez por eso yo sigo dándole vueltas a la idea de que todo va pasando y dejando el vacío, a veces convertido en insoportable y ruidoso silencio. Como cuando terminas un libro y tienes que enfrentarte a esa última página ya en blanco, y sientes que darías mucho por una página más, por un rato más. Loli.
ResponderEliminarLoli: tu olvido a la hora de firmar tu comentario me ha hecho retroceder muchos años, a aquellos tiempos de mi infancia y adolescencia, cuando un mensaje sin firma daba pie a maravillosas conjeturas (aunque he de reconocer que barajaba dos posibles autoras, y una de ellas eras tú). Gracias de nuevo por participar en este blog, y gracias por tus entusiastas palabras sobre mi Oriana, que, como todas las obras que hace mucho que no releo (y jamás las releo después de publicadas), me parece que os pertenecen ya más a los lectores que a mí.
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