CUANDO LOS LIBROS SE HACEN ECO

Me gusta mucho cuando en un libro encuentro ecos de otro que he leído anteriormente. Es como si la voz del autor rebasara los límites impuestos por las páginas y la portada y se colase en el dominio de otras páginas, de otras historias, de otra voz. Como si lo que un escritor sintiese lo repitiera otro y tal vez otro más haciendo eco, por encima de las distancias de estilo y personalidad, de años y kilómetros.

Hace unos días me ha sucedido con dos autores y dos obras completamente distintas. La primera es la novela negra Un impulso criminal, de la autora británica P. D. James. En un momento de la investigación de un asesinato, el inspector Dalgliesh se ve obligado a entrar en la casa de la víctima y registrar sus pertenencias. No es un policía al uso que cumpla su tarea de forma rutinaria, y se ve sobrecogido por la tristeza de todos esos objetos, esas prendas de vestir, esas cartas, libros y fotografías que han quedado sin dueño y que son el último rastro material de una vida cuyas huellas se van desvaneciendo poco a poco. Así se hace portavoz la escritora de las reflexiones del investigador:

“Eso de andar fisgando entre los efectos personales de una persona cuya vida se ha truncado era una parte del trabajo que correspondía a Dalgliesh que éste siempre había encontrado sumamente desagradable. Era como si el muerto estuviera en desventaja. A lo largo de su carrera había examinado con interés y lástima un montón de cosas sórdidas: la ropa interior sucia, apretujada a toda prisa en los cajones, cartas personales que la prudencia hubiera aconsejado destruir, restos de comida, facturas pendientes, fotografías viejas, cuadros y libros que el muerto nunca habría elegido como representativos de su gusto ante un curioso o ante el mundo en general, secretos de familia, maquillaje estropeado metido en frascos grasientos, es decir, el revoltillo propio de vidas poco ordenadas e infelices.”

En Sunset Park de Paul Auster, el protagonista tiene al comienzo de la historia un curioso oficio: pertenece a una cuadrilla encargada de limpiar de objetos inservibles las viviendas cuyos propietarios han sido desahuciados. Otra forma de abandono, no causada por la muerte sino por el fracaso económico, por el naufragio de las aspiraciones y los planes de futuro. El personaje de Auster documenta esas historias de ruina personal fotografiando las pertenencias que esos dueños que ya no lo son han dejado atrás entre las paredes que un día les pertenecieron:

“Después, siempre, están los objetos, las pertenencias olvidadas, las cosas abandonadas. A estas alturas, ya tiene miles de fotografías, y entre su creciente archivo pueden encontrarse imágenes de libros, zapatos y cuadros al óleo, pianos y tostadoras, muñecas, juegos de té y calcetines sucios, televisores y juegos de mesa, vestidos de fiesta y raquetas de tenis, sofás, lencería de seda, pistolas de silicona, chinchetas, soldaditos de plástico, barras de labios, rifles, colchones descoloridos, cuchillos y tenedores, fichas de póquer, una colección de sellos y un canario muerto que yace en el fondo de su jaula. No sabe por qué se siente impelido a tomar esas fotografías. Comprende que es una empresa vana, que a nadie puede ser de utilidad, y sin embargo cada vez que pone los pies en una casa, siente que las cosas lo llaman, que le hablan con las voces de la gente que ya no está, pidiéndole que las mire una vez más antes de que se las lleven.”

La tristeza de los objetos abandonados, las derrotas infligidas por la muerte o la ruina económica, y dos personajes con una mirada especial, capaces de no adocenarse en su rutina y de sentir emoción ante las señales de los ausentes. Lo curioso de estas voces en cadena es que me han remitido a una novela que aún no he leído (no es fácil de encontrar) pero en la que sé por referencias que los objetos y la vida que se queda prendida en ellos son los protagonistas. Se trata de La casa, de Mujica Láinez, en la que un caserón señorial amenazado de derribo se convierte en narrador para repasar sus años de grandeza y la historia de los que han habitado entre sus muros. Llevo un tiempo queriendo hacerme con ella, pero está descatalogadísima y su presencia en las bibliotecas públicas de mi entorno es nula. Me quedan, claro está, las librerías de viejo. Tendrá gracia leer esta historia sobre la vida que se alberga en los objetos en un ejemplar antiguo que traerá enganchados en sus páginas quién sabe qué recuerdos, quién sabe qué huellas de manos de ausentes.

Comentarios

  1. Beatriz, ¡qué tristeza en lo que poseemos! Hace unos años tenía una estantería en la que colocaba mis libros favoritos. Fueron ejemplares insignes en ella "Los gozos y las sombras","Filomeno a mi pesar", "El jinete polaco", "La antología rota", "El vino del estío", "Desayuno en Tiffanys", y un largo etcétera. Todavía quedan algunos, pero cada vez presto más y recupero menos porque me parece terrible que queden aquí en un futuro que espero que no sea próximo y algo que ha sido tan importante para mí se diluya en manos desconocidas. Es verdad, qué tristeza refleja Auster en Sunset Park. Por eso, hoy he prestado otros tres. Por cierto, uno de ellos es "El maestro de San Petersburgo" de Coetze. Este sí que te gustaría. Lola

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  2. Lola: La imagen de esa estantería de la que los libros van partiendo rumbo a otras manos y otros ojos que sabrán disfrutarlos me ha traído a la memoria algo que comentamos hace muy poco en el club de lectores: Sin duda recordarás, en "El primer siglo después de Béatrice" de Amin Maalouf, la figura del amigo y maestro del protagonista, que cada vez que regalaba un libro dejaba el hueco en la estantería como recordatorio de ese bien que había sabido compartir. Ya ves que las historias, las reales y las ficticias, insisten en hacerse eco unas a otras.

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  3. Hola Beatriz: Gracias por tu visita a mi blog. Me ha encantado descubrir el tuyo y, desde luego, cuenta con un lector más -de tus posts y de tus libros- desde hoy mismo. Un abrazo, Fernando J.

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  4. Me asombra el poder evocador de los objetos que nos rodean. Entre esos objetos, confieso que tengo una especial relación con los libros. Carezco de la “generosidad” de Lola para con los suyos, que desfilan tan serenamente a otras estanterías… Yo recuerdo con disgusto algunos “préstamos” irrecuperables. Y aún guardo un cierto “rencor” a ese traslado que me dejó sin mis “Indias Negras” de Julio Verne y mi “Lazarillo de Tormes” ilustrado, que me trajeron unos lejanos Reyes de infancia. Fueron agradables lecturas de mi adolescencia, y me produce tristeza saber que ya no están conmigo. No es por sentido de posesión, no, sino porque fueron parte de mi vida. Pero, a veces, unos objetos dan paso a otros. De vez en cuando, llegan casualmente a mis manos preciosos libros: unos con “ecos” de antepasados y ausentes, otros de amigos, y otros son de esos “venidos de lejos”. Objetos que pertenecieron a otras personas pero que, a diferencia de los que fotografía el protagonista de Auster, no sufren abandono porque prolongan su vida junto a nosotros...
    Choni

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  5. A mí me pasa lo que a ti, Choni: me cuesta ser generosa y compartir a los habitantes de mis estanterías. Recuerdo con especial añoranza dos casos de préstamos que no he recuperado. El primero era una biografía de Charlotte Bronte que cometí la imprudencia de prestar a un amigo con tanta tendencia a las mudanzas como mala memoria. Me duele pensar que la pobre Charlotte estará a estas alturas encerrada en una caja en un trastero. El segundo era un curiosísimo libro que Arthur Conan Doyle escribió sobre unas niñas que afirmaban haber fotografiado seres mágicos en el bosque y que se titulaba "El misterio de las hadas". En este caso mis sentimientos son distintos, porque se lo presté a una adolescente (casi una niña) que tenía la singularidad de habitar con sus padres en un molino viejo junto a un río que la familia había ocupado y reconstruido. Al primero de mis morosos le reclamé el libro pero no hallé respuesta; a la segunda ni siquiera se lo pedí. Me pareció más que adecuado que las hadas de sir Arthur se quedaran a vivir en un antiguo molino junto a las aguas.

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  6. Para mí fue una sorpresa, años después de haber leído Jane Eyre, encontrar ecos de ella en otra novela, Ancho mar de los Sargazos, de Jean Rhys. La primera novela la leí una Navidad ya muy lejana. La segunda, la compré por pura casualidad en un tenderete de libros de segunda mano, en una feria de Toledo. Apenas me costó nada y la elegí por su título. Me pareció evocador y misterioso, como ese mar. Así que la sorpresa fue grande cuando ví que esta novela componía la vida de Bertha y las andanzas de Rochester en Jamaica. De nuevo años después, con internet a mano, me dí cuenta que era una novela conocida y comentada por mucha gente. Pero para mí en su día fue un bonito descubrimiento fruto de la más absoluta casualidad. Loli

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  7. Loli: a mí también me encanta dejarme llevar por la sugerencia de un título, de una portada, sin tener ningún otro dato más. Me he llevado gratas sorpresas eligiendo libros por ese método intuitivo. Gracias por tener siempre algo que aportar.

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