VENCER A LA NOCHE
Hoy
ha hecho un día luminoso en Madrid, de esos en que un sol hermosísimo produce
la ilusión de que la oscuridad no llegará nunca. Pero cae la tarde y los
edificios se tiñen de ese tono dorado que normalmente nos parece tan bello,
pero hoy no. Hoy un apagón monumental nos ha dejado sumidos, en el mejor de los
casos, en el desconcierto. Hoy tenemos miedo a la noche.
Me
asomo a la ventana en un intento de atrapar los últimos instantes de luz. Llevo
mi fiel transistor a pilas en una mano y una linterna en la otra. Vista desde
fuera soy, supongo, un puntito luminoso que interrumpe la oscuridad creciente.
Otros focos de luz se unen a mi empeño de combatir las sombras. El jardín
rodeado de edificios al que da mi ventana parece un escenario teatral, un
retablo compuesto de pequeños rectángulos donde se desarrollan funciones de
luces y sombras. Aquí se ven dos círculos brillantes diminutos que se mueven
trazando caprichosas trayectorias. Son dos niños, imagino, que entretienen las
largas horas de incertidumbre. Justo encima, alguien enciende y apaga una
linterna a intervalos irregulares, como lanzando un mensaje que no soy capaz de
descifrar. La ventana de al lado está atravesada por tres esferas brillantes
dispuestas en diagonal, como una pequeña constelación. Más allá se adivina a
una persona que se mueve por varias estancias de su casa portando una luz. La silueta
negra que ilumina a su paso recuadro tras recuadro me parece la protagonista de
una representación de sombras chinescas. En otra ventana hay un resplandor que
oscila: es la llama de una vela. De repente, me intriga una oleada de claridad
que lame la fachada del edificio. Alguien ha bajado al jardín con una linterna
potente y se divierte apuntando a los muros, en los que se proyectan las
siluetas de los árboles. Las ramas, agrandadas por el efecto lumínico, parecen
los brazos de un gigante. En uno de los pisos más altos, resalta un potente
foco formado por varios filos horizontales. Es el vecino más previsor, el rey
de la noche.
Mi
transistor ha perdido la señal y me muevo para recuperarla. En el momento de
retirarme de la ventana, capto de reojo un cambio en el exterior. Me doy la
vuelta y tardo un poco en descubrir la causa. Son las farolas del jardín, seis
farolas preciosas dispuestas en dos filas, que se han encendido de repente. Las
miro con admiración. En ese justo instante atraviesa el jardín una pareja. Su
forma de caminar me parece jubilosa y, a pesar de la distancia, juraría que
sonríen. Hemos vencido a la noche.
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