MANOS

Visito varias galerías de arte en Roma y experimento la misma sensación abrumadora que paseando por las calles de la ciudad. La inabarcable profusión de iglesias, palacios, fuentes, ruinas y cúpulas del paisaje urbano es sustituida en estos interiores atestados por un impresionante despliegue de cuadros y esculturas. El Palacio Barberini exhibe incontables obras de artistas archifamosos, junto a otros para mí desconocidos, cuya falta de renombre me resulta inexplicable a la vista de los frutos de sus pinceles. La galería Doria Pamphili está organizada a la manera de los museos antiguos: una barroca acumulación de pinturas desde el suelo hasta el techo. Me faltan ojos para mirar y memoria para archivar tantas imágenes que me conmueven. En la Galería Borghese, los cuadros y esculturas están envueltos en un deslumbrante entorno de mármol de todos los colores imaginables. Cuando estoy a un paso de emular al gran Stendhal y su manoseada crisis nerviosa frente a la belleza inasumible, me descubro fijando la mirada en lo pequeño. Es una estrategia de supervivencia, supongo. Dirijo mi atención a una esquina de un cuadro y entonces la veo.

Es una mano de uñas cuidadas que, con gesto delicadísimo, se apoya sobre un libro, junto a un jarrón lleno de flores. Se trata de la mano derecha del cardenal Maffeo Barberini, retratado por Caravaggio cuando aún faltaban casi treinta años para que se convirtiera en papa con el nombre de Urbano VIII. Esta misma mano de Maffeo es inmortalizada señalando con determinación un punto que parece simbolizar el porvenir en un retrato también de Caravaggio, realizado unos pocos años después y que en la actualidad pertenece a una colección particular. Nunca, desde que fueron creadas, estas dos efigies del futuro papa se habían encontrado tan cerca la una de la otra. Los imprevisibles avatares que acechan a las obras de arte a lo largo de los siglos las han mantenido alejadas entre sí, hasta que la exposición Caravaggio 2025 las ha reunido durante unos meses en paredes fronteras de una sala del Palacio Barberini. Son dos retratos intensos, con esos espectaculares juegos de luces tan usuales en su autor. Pero yo no puedo parar de mirar las manos de Maffeo: expresivas, reales, preciosas. Desde ese momento, paseo por este museo y por los que visito en días sucesivos dirigiendo el objetivo de mi móvil hacia las manos de los personajes.

Encuentro así manos que sujetan libros o instrumentos de escritura, incluida una lupa para apreciar los detalles de un códice miniado; que se apoyan en cascos y espadas, que despliegan naipes frente a un jugador en una partida de cartas, que descansan en columnas o en brazos de sillones para que el tiempo de posado del modelo resulte más llevadero. Manos dedicadas a las letras, al juego o a la guerra, manos que ayudan y manos que parecen hablar, manos jóvenes o surcadas de venas, manos sin atisbo de vanidad o llenas de anillos. Manos de santos, penitentes, prelados, pensadores, nobles, guerreros, gente del pueblo. Os dejo aquí las que mejor fue capaz de captar mi modesto instrumento fotográfico. Podría haber buscado imágenes de más definición en Internet (seguro que las habría encontrado), pero quiero creer que estas fotografías imperfectas, realizadas sorteando destellos indeseados sobre lienzos y cristales, están de alguna manera teñidas del asombro que me embargaba cuando fueron realizadas.
 
«Retrato de Monseñor Maffeo Barberini como Protonotario Apostólico» y «Retrato de Maffeo Barberini», ambos de Caravaggio.

«María Magdalena» de Piero di Cosimo.

«Retrato del papa León X de Médici con el cardenal Julio de Médici e Inocencio Cybo» de Giuliano Bugiardini.

«Retrato de Stefano IV Colonna» de Bronzino y «Retrato de gentilhombre» de Bartolomeo Veneto.

«Marta y María Magdalena» de Caravaggio.

«Retrato de Erasmo de Rotterdam» de Quentin Metsis.

«San Gregorio Magno» de José de Ribera y «Jugadores de cartas», atribuido a Bartolomeo Mendozzi.

«Retrato de joven con un perro» de Niccolò dell'Abate.

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