LECTURAS DE FEBRERO (2025)

Un pescador sale a faenar al amanecer. En los últimos instantes antes de abandonar la cabaña donde ha pasado la noche, relee un pasaje de El paraíso perdido de John Milton, traducido al islandés. Está tan abstraído en la belleza de los versos que olvida llevar consigo su chaquetón. Poco después, ya en el mar, el viento arrecia y trae consigo un frío helador. El olvidadizo pescador, que no lleva abrigo bastante, pagará caro su amor a la poesía. Este es uno de los extraordinarios personajes que integran el imaginario del autor islandés Jón Kalman Stefánsson. Busco información sobre él y descubro dos cosas. La primera, que es poeta además de narrador, lo cual no me sorprende, dados el profundo lirismo y la belleza de la palabra que impregnan las páginas de su novela Entre cielo y tierra. La segunda, que puede parecer anecdótica pero no lo es tanto, también me la esperaba: su escueta biografía me informa de que durante un tiempo trabajó como pescador. Y es que únicamente partiendo de la experiencia se puede escribir la increíble escena de pesca con la que se abre la historia. Solo en Moby Dick he leído una recreación tan vívida y sobrecogedora del peligro y la grandeza del mar y de la valentía de los humanos enfrentados a unas fuerzas naturales que los sobrepasan. El frío atroz, las variables condiciones atmosféricas, el duelo desigual entre la frágil barca y el implacable océano: tardaré mucho en olvidar, si es que lo hago, esta escena inaugural que marca el destino del joven protagonista. Entre cielo y tierra es la primera parte de la Trilogía del muchacho, precioso título que con su sencillez recoge el espíritu de esta historia de aprendizaje de la ardua tarea de vivir. La historia transcurre en una época de la que tan solo nos separa un siglo, pero a la que sentimos alejada y mágica como los escenarios de los relatos folklóricos. El protagonista, un muchacho sin nombre, es un ser forjado a base de una acumulación de golpes impropia de su corta edad. Despojado una y otra vez por el destino de afectos y asideros, se aferra a la curiosidad por aprender y al gusto por las palabras que le inculcaron primero su madre y después su gran amigo, el pescador enamorado de los versos de Milton. Este inesperado amante de los libros en un mundo duro y arcaico, donde la prioridad es sobrevivir, emprende un viaje a través de territorios inhóspitos y bellísimos, en el curso del cual entra en contacto con una amplia galería de tipos humanos. Descubre así la bondad de los extraños, descubre la dignidad que subyace en las vidas insignificantes, descubre el amor y descubre, sobre todo, que la vida está por empezar cuando él pensaba que estaba acabada. Con estos elementos argumentales, y con su alma de poeta, Stefánsson compone una fábula hermosa y melancólica sobre la pérdida y los nuevos comienzos, sobre los golpes brutales de la existencia y la vida que se impone.

La noche en que comienza la historia, Leo Gazzarra cumple treinta años, aunque no se acuerda de la fecha y lleva todo el día con la molesta sensación de estar olvidándose de algo importante. Es un síntoma más de la deriva que ha tomado su existencia: ha abandonado su Milán natal para instalarse en Roma, donde pronto se ha quedado sin trabajo; apenas tiene dinero y pasa los días vagando por la ciudad sin otro objetivo que leer y entablar contacto con otros personajes con frecuencia tan perdidos como él. La noche en que todo cambia, aparte de estar atravesando la tan simbólica barrera de la treintena, se enfrenta a un cúmulo de circunstancias complicadas. Ha dejado su coche aparcado muy lejos, frente a la casa de una de sus amantes ocasionales, tiene hambre y nada de dinero. Por si fuera poco, llueve a mares. Todo esto lo lleva a visitar a unos amigos acomodados, con la esperanza de ser invitado a cenar. En lugar de encontrar allí la solución a sus problemas prácticos, se da de bruces con una persona que desbaratará por completo su ya nada ordenada existencia: la bella, imprevisible e infeliz Arianne. El último verano en Roma se inscribe en el amplio número de novelas que relatan la historia de un hombre embelesado por una mujer que lo fascina, lo trastoca y lo precipita al terreno de la más absoluta incertidumbre. Desde la clásica «niña mala» de Vargas Llosa hasta revisiones más modernas del tema como La uruguaya de Pedro Mairal, el lector de narrativa está acostumbrado a estos personajes femeninos que destrozan cualquier intento de rutina y que oscilan entre la ingenuidad y la cruel indiferencia hacia las necesidades del hombre al que seducen. La Arianne descrita por Gianfranco Calligarich es posiblemente la más triste y melancólica. Leo y ella se juntan y se separan en una serie de encuentros buscados o casuales, que contienen momentos de intensa felicidad y que terminan mal por sistema. En ese viaje emocional los acompaña una pléyade de personajes desnortados, en apariencia frívolos y banales, en el fondo conmovedores por su falta de horizontes. Todos ellos surcan una ciudad bellísima y crepuscular, trazada con una prosa deslumbrante. Roma, en el fondo, es la gran protagonista de esta historia de vidas a la deriva, porque como afirma el narrador protagonista, «más que una ciudad, es una parte secreta de ti, una fiera escondida».

«Dickens puede estar muerto, pero Zadie Smith está absolutamente viva», reza la publicidad de esta novela, citando al parecer una reseña crítica de una fuente prestigiosa, The New York Times. Desconfío bastante de los comentarios encomiásticos sacados de contexto que pueblan las fajas de los libros, pero en este caso me basta leerlo para lanzarme de cabeza a conseguir La impostura, última novela de Zadie Smith. Porque cualquier libro (o película, o serie de televisión) que guarde relación con Dickens me interesa. Llego así a mi primer contacto con esta autora a la que no había tenido ocasión de leer hasta ahora. El arranque de La impostura es una auténtica inmersión en el universo dickensiano. Un jovencísimo obrero es enviado a una casa acomodada en la que ha sucedido un curioso percance, el hundimiento del suelo de una habitación del piso superior a causa del peso de los libros allí acumulados. A través de los ojos del humilde chiquillo entramos en contacto con la familia que será la protagonista de la historia, la del escritor William Harrison Ainsworth, en la que ejerce un papel fundamental, tanto en el terreno material como en el afectivo, su prima y ama de llaves Eliza Touchet. A partir de esta ilusionante (para los amantes de Dickens) escena inicial, se desarrolla una trama llena de detalles y ramificaciones, en la que se mezclan los referentes reales con la más pura ficción. Por un lado, tenemos la relación entre el literato y su prima en momentos distintos de su vida, relación que incluye el amor extramatrimonial, la necesidad práctica y una amistad profunda. Por otro, la historia de la gran «impostura» que, en principio, da título a la novela: la protagonizada por un hombre que dice ser un noble desaparecido en un naufragio y se postula como heredero de una fortuna, originando un juicio de enorme repercusión mediática en el Londres de la segunda mitad del XIX. Dicho proceso judicial pondrá de manifiesto, a través de uno de los implicados, la terrible situación de la sociedad colonial de Jamaica, donde la esclavitud tiene un fuerte enraizamiento. Con estos hilos construye Zadie Smith una novela densa y llena de virajes, en torno a un personaje femenino fascinante y atrapado entre dos mundos, y donde las imposturas surgen por doquier: la del novelista Ainsworth, de absoluta dedicación a las letras y dudoso talento; la de la propia Eliza Touchet, que ha vulnerado las normas establecidas hasta un punto que ella misma no quiere reconocer y la de la sociedad británica en su conjunto, complaciente y convencida de su civilización y ajena al sufrimiento de sus colonias.

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