ZOZOBRAS DE LA PORTABILIDAD

Si tuviera que elegir la palabra de este mes, tal como hace cada año Oxford University Press, me quedaría sin duda con «portabilidad». Es una palabra larga de forma pero ligera de contenido, que despierta en quien la escucha la idea de mudanza, la imagen de pertenencias poco aparatosas, que se transportan con facilidad en una cartera, en un bolsillo, en una mano. Evoca el sueño de viajar con poco equipaje, de realizar cambios de residencia que no impliquen un monumental empeño físico. Quién me iba a decir que una palabra de significado tan etéreo iba a ir asociada a un camino sembrado de pesadumbres.

Todo empezó hace un par de semanas, cuando me dejé seducir por la oferta de una compañía emergente, que me ofrecía todos mis servicios de telefonía por un precio inusitadamente inferior al de mi compañía actual. Llevaba tiempo calibrando la posibilidad del cambio y, de pronto, un rato libre que no sabía en qué emplear (demasiado largo para dejarlo correr, demasiado breve para dedicarlo a empeños mayores) me llevó a realizar la aplazada gestión. Puse así en marcha un mecanismo que pronto se desvelaría azaroso. Empezaba el proceso que me conduciría a la ansiada portabilidad.

He perdido la cuenta de las llamadas que he recibido estos días por parte de la que todavía es mi compañía telefónica y se niega a dejar de serlo. Tan solo puedo afirmar, no sin un íntimo estremecimiento, que ninguna de las múltiples partidas que se han producido en mi existencia ha provocado nunca una resistencia semejante. Ninguna ruptura amorosa o de amistad, ningún cambio de puesto de trabajo, ninguna mudanza de barrio o de población ha traído consigo semejante despliegue de estrategias para retenerme. Se han puesto en contacto conmigo sucesivos agentes (en relación con Internet, con la línea móvil, con el teléfono fijo) a medida que la portabilidad se iba realizando. Las llamadas se sucedían como capítulos de una novela por entregas cuya trama se complicaba cada vez más. Dichos agentes han usado conmigo los más variados tonos: negociador, beligerante, apaciguador, cordial, insistente. Me han hecho ofertas que, en el más puro estilo mafioso, consideraban que yo no podría rechazar. Me han rebajado las tarifas hasta niveles insultantes (¿he de pensar que estaban robándome al cobrarme por sus servicios el triple de lo que me ofrecen ahora?). En la más extrema de todas las llamadas, una agente presa del frenesí me ha acusado de firmar el cambio de operadora sin informarme. Abandonaba, según ella, una compañía seria para irme con otra que me dejaría tirada a la primera ocasión. «Tengo aquí delante su contrato firmado», clamaba, atónita. «¿Es que no sabe usted lo que ha firmado…?»

Resumiré diciendo que esta portabilidad por etapas se ha ido cumpliendo a pesar de los reclamos y los cantos de sirena de la que en unas horas dejará de ser mi compañía telefónica. Solo un hilo me une a ella a estas alturas, el de la línea fija que conservo más por romanticismo que por necesidad. La última llamada la he recibido hace un rato y ha sido la más enjundiosa. Una amable agente me ha preguntado, por enésima vez, las razones de mi marcha. Parecía una novia desconsolada en proceso de abandono. «Es por el precio», he repetido. He estado a punto de añadir: «No habéis hecho nada malo, no es culpa vuestra, no te tortures». Atribulada, la agente ha vuelto a sacar de la chistera la oferta mágica que ya he rechazado unas cuantas veces. He vuelto a decir que no. Se ha revuelto, incrédula. ¿Por qué me empeño en no aceptar una oferta que es, a todas luces, mejor que la que he firmado? Me han venido a la cabeza todas las personas que me han atendido en la nueva compañía: la empleada en estado de agotamiento que tomó nota de mi solicitud en un puesto de un centro comercial, el animoso operario que estuvo batiéndose en duelo durante más de una hora con una maraña de cables para instalarme la fibra óptica.

—Me han atendido muy bien —he resumido—. No puedo volverme atrás.

—Sí puede —me ha respondido con un hijo de voz —. Todo el mundo lo hace: mirar por su bolsillo.

No he encontrado nada que decir. Se han producido unos segundos de silencio impropios en una conversación comercial. Entonces la agente ha pronunciado unas palabras que yo no esperaba.

—Así que en realidad no le importa a usted el dinero —ha dicho, como si pensara en voz alta.

Podría haberle respondido que sí, que como todo el mundo miro por mi bolsillo, pero que me importa más mirarme al espejo por la mañana y no sentirme avergonzada. No he sido tan elocuente y me he limitado a despedirme. En el momento final, mi interlocutora me ha anunciado que la portabilidad de mi línea fija se producirá mañana a primera hora de la mañana. Casi he creído ver, al cortar la comunicación, el telón que caía sobre el desenlace de esta portabilidad colmada de zozobras.

Comentarios

  1. "Mira por tu bolsillo" es una frase que usan los que en realidad miran por el suyo con lujuria... y no estoy pensando en las teleoperadoras...

    ResponderEliminar
  2. Es una expresión que me horroriza. Esa mezcla entre lo cotidiano y concreto y las grandes pulsiones que rigen el mundo me produce auténtico malestar.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario