EN EXPOSICIÓN (XXIV): GABRIELE MÜNTER

Salgo de la exposición de la pintora Gabriele Münter en el Museo Thyssen-Bornemisza intrigada por las escasas referencias que tenía sobre ella hasta ese momento. Se me viene a la cabeza, claro está, una razón que no puede ser obviada: la menor relevancia alcanzada por las mujeres artistas en relación con sus colegas masculinos, que no por ser una afirmación tan repetida en tiempos recientes deja de ser ajustada a la realidad. A eso se une la sospecha de que el expresionismo que desarrolló Münter en gran parte de su trayectoria tiene un carácter amable, alejado de las visiones perturbadoras de otros pintores que se consideran más representativos de dicho movimiento. La pintura de esta autora es —se me ocurre— demasiado bonita, demasiado luminosa y tranquilizadora para ser tomada en consideración entre testimonios desgarradores de una época convulsa. Pero hay algo más en esta artista, descubro al fin, que la hace escurridiza al recuerdo, y es la multiplicidad de sus estilos, que impide en cierta medida crearse una idea unitaria sobre su figura. En la exposición me encontré con algún cuadro suyo que conocía, pero no asociaba con el nombre de su autora ni mucho menos con otras obras suyas de estilo y concepción muy diferentes. Gabriele Münter es una artista inquieta, que bucea en las corrientes de su época para crear piezas que parecen salidas de manos distintas. Es, en definitiva, varias pintoras en una.


Entre 1906 y 1907, Münter se instala en la capital artística del momento, París. Allí visita exposiciones, asiste a clases, conoce a otros pintores y se deja seducir por un estilo nacido en el XIX y que aún perdura por esas fechas: el impresionismo. Fruto de esa influencia es esta delicada Vista desde la ventana en Sèvres. Con pinceladas enérgicas y sueltas, la artista recrea un paisaje nevado que encuentra sin buscarlo, tal como nos indica el título, al otro lado de su ventana, con ese gusto por inmortalizar lo inmediato, por explorar las tonalidades y las luces de los enclaves cotidianos, tan típico del impresionismo. Pronto movimientos más rompedores llevarán a Münter en otras direcciones y esta apacible plasmación de la realidad quedará como un remanso en su carrera, como una muestra de su inagotable curiosidad y su capacidad para asimilar variadas concepciones artísticas. Se diría que está calentando motores antes de lanzarse de lleno a la conquista del siglo XX.

La plana mayor del célebre grupo de pintores expresionistas El jinete azul aparece retratada en este curioso cuadro que tiene mucho de instantánea fotográfica: Paseo en barca. De pie, en su papel de guía de esta nave a la que no puedo evitar atribuir un carácter simbólico, se encuentra Wassily Kandinsky, uno de los fundadores del grupo y que tanta importancia tuvo tanto a nivel profesional como personal en la vida de Münter. La mujer del sombrero rojo es la pintora rusa Marianne von Werefkin; el niño sentado junto a ella es Andreas, hijo del pintor también ruso Alexej von Jawlensky y que —aunque eso no se sabía en el momento de la creación del cuadro— se convertiría también en artista. El cuarto personaje, a quien no le vemos el rostro, es la propia autora, que se representa a sí misma en la discreción que proporciona la posición de espaldas al espectador, pero que a la vez se asigna el papel de motor de esta barca rebosante de arte. No sé si es una elección consciente, pero me resulta revelador ver a Kandinsky de pie, recibiendo toda la atención sobre su rostro, situado en el centro del lienzo, y a Münter de espaldas manejando los remos, sin los cuales la nave no podría avanzar. Por lo demás, el cuadro es un festín de colores y debe mucho en su encuadre, como decía al principio, al incipiente arte fotográfico, en el que la siempre inquieta Münter hizo interesantes incursiones.

Otra Gabriele Münter, la que bebe de un movimiento nacido en Alemania del rechazo al expresionismo: la Nueva Objetividad. Andamiaje es un cuadro realizado en 1930 de nuevo en París, en una segunda estancia de la artista que trae consigo una importante fuente de inspiración en los temas ciudadanos y un contacto con nuevas formas de sentir la pintura. Con una pincelada precisa y unos contornos nítidamente perfilados, Münter pone en pie una escena urbana apegada a la realidad, pero que tiene a la vez un importante componente teatral. La simplificación de los edificios y de la perspectiva nos hacen pensar en un decorado; los operarios encaramados al andamio, estilizados y esquemáticos, resueltos en un juego de sombras, parecen figuras de una función de títeres. La reducción cromática nos aleja del mundo colorido de los cuadros expresionistas de la autora, pero no hay nada sombrío en esta visión de la ciudad en blanco y negro, como si la mirada cordial de la autora se abriera paso siempre, con independencia de su estilo.

La imagen —creo— más emblemática de la exposición y la que nos ha enamorado a los que amamos por igual el arte y las letras. Mujer escribiendo en un sillón mezcla la precisión de trazos y el apego a lo real de la Nueva Objetividad con el despliegue de color tan característico de Münter. La composición está realizada con increíbles rigor y simetría y, sin embargo, hay algo enternecedor en la concentración del personaje, en su rostro cubierto a medias por un mechón de pelo, en la diagonal de su espalda, en la delicadeza de las manos que sujetan el cuaderno y el bolígrafo, de un llamativo color rojo. Frontalidad y geometría se dan la mano con el encanto y la humanidad. El cuadro se presenta con un segundo título (Estenografía: Mujer suiza en pijama) que nos da más claves sobre el personaje y su tarea, consistente en la reproducción taquigráfica de un texto cuyo origen queda fuera del lienzo. Poco importa. Aislada de su contexto, esta mujer es por una parte una representación de la mujer moderna de los años treinta del siglo pasado, que busca su independencia y su puesto en el mundo laboral, y por otro el emblema de cuantos dejan pasar las horas abstraídos en el hermoso y esforzado acto de escribir.

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