Salgo
de la exposición de la pintora Gabriele Münter en el Museo Thyssen-Bornemisza intrigada
por las escasas referencias que tenía sobre ella hasta ese momento. Se me viene
a la cabeza, claro está, una razón que no puede ser obviada: la menor
relevancia alcanzada por las mujeres artistas en relación con sus colegas masculinos,
que no por ser una afirmación tan repetida en tiempos recientes deja de ser ajustada
a la realidad. A eso se une la sospecha de que el expresionismo que desarrolló
Münter en gran parte de su trayectoria tiene un carácter amable, alejado de las
visiones perturbadoras de otros pintores que se consideran más representativos
de dicho movimiento. La pintura de esta autora es —se me ocurre— demasiado
bonita, demasiado luminosa y tranquilizadora para ser tomada en consideración
entre testimonios desgarradores de una época convulsa. Pero hay algo más en
esta artista, descubro al fin, que la hace escurridiza al recuerdo, y es la
multiplicidad de sus estilos, que impide en cierta medida crearse una idea unitaria
sobre su figura. En la exposición me encontré con algún cuadro suyo que conocía,
pero no asociaba con el nombre de su autora ni mucho menos con otras obras suyas
de estilo y concepción muy diferentes. Gabriele Münter es una artista inquieta,
que bucea en las corrientes de su época para crear piezas que parecen salidas
de manos distintas. Es, en definitiva, varias pintoras en una.

Entre
1906 y 1907, Münter se instala en la capital artística del momento, París. Allí
visita exposiciones, asiste a clases, conoce a otros pintores y se deja seducir
por un estilo nacido en el XIX y que aún perdura por esas fechas: el impresionismo.
Fruto de esa influencia es esta delicada Vista desde la ventana en Sèvres. Con
pinceladas enérgicas y sueltas, la artista recrea un paisaje nevado que encuentra
sin buscarlo, tal como nos indica el título, al otro lado de su ventana, con
ese gusto por inmortalizar lo inmediato, por explorar las tonalidades y las
luces de los enclaves cotidianos, tan típico del impresionismo. Pronto movimientos
más rompedores llevarán a Münter en otras direcciones y esta apacible
plasmación de la realidad quedará como un remanso en su carrera, como una
muestra de su inagotable curiosidad y su capacidad para asimilar variadas
concepciones artísticas. Se diría que está calentando motores antes de lanzarse
de lleno a la conquista del siglo XX.

La
plana mayor del célebre grupo de pintores expresionistas El jinete azul aparece
retratada en este curioso cuadro que tiene mucho de instantánea fotográfica: Paseo
en barca. De pie, en su papel de guía de esta nave a la que no puedo evitar
atribuir un carácter simbólico, se encuentra Wassily Kandinsky, uno de los
fundadores del grupo y que tanta importancia tuvo tanto a nivel profesional
como personal en la vida de Münter. La mujer del sombrero rojo es la pintora
rusa Marianne von Werefkin; el niño sentado junto a ella es Andreas, hijo del pintor
también ruso Alexej von Jawlensky y que —aunque eso no se sabía en el momento
de la creación del cuadro— se convertiría también en artista. El cuarto
personaje, a quien no le vemos el rostro, es la propia autora, que se
representa a sí misma en la discreción que proporciona la posición de espaldas
al espectador, pero que a la vez se asigna el papel de motor de esta barca
rebosante de arte. No sé si es una elección consciente, pero me resulta
revelador ver a Kandinsky de pie, recibiendo toda la atención sobre su rostro,
situado en el centro del lienzo, y a Münter de espaldas manejando los remos,
sin los cuales la nave no podría avanzar. Por lo demás, el cuadro es un festín
de colores y debe mucho en su encuadre, como decía al principio, al incipiente
arte fotográfico, en el que la siempre inquieta Münter hizo interesantes
incursiones.

Otra
Gabriele Münter, la que bebe de un movimiento nacido en Alemania del rechazo al
expresionismo: la Nueva Objetividad. Andamiaje es un cuadro realizado en
1930 de nuevo en París, en una segunda estancia de la artista que trae consigo una
importante fuente de inspiración en los temas ciudadanos y un contacto con nuevas
formas de sentir la pintura. Con una pincelada precisa y unos contornos
nítidamente perfilados, Münter pone en pie una escena urbana apegada a la
realidad, pero que tiene a la vez un importante componente teatral. La
simplificación de los edificios y de la perspectiva nos hacen pensar en un
decorado; los operarios encaramados al andamio, estilizados y esquemáticos,
resueltos en un juego de sombras, parecen figuras de una función de títeres. La
reducción cromática nos aleja del mundo colorido de los cuadros expresionistas
de la autora, pero no hay nada sombrío en esta visión de la ciudad en blanco y
negro, como si la mirada cordial de la autora se abriera paso siempre, con
independencia de su estilo.

La
imagen —creo— más emblemática de la exposición y la que nos ha enamorado a los
que amamos por igual el arte y las letras. Mujer escribiendo en un sillón mezcla
la precisión de trazos y el apego a lo real de la Nueva Objetividad con el despliegue
de color tan característico de Münter. La composición está realizada con
increíbles rigor y simetría y, sin embargo, hay algo enternecedor en la
concentración del personaje, en su rostro cubierto a medias por un mechón de
pelo, en la diagonal de su espalda, en la delicadeza de las manos que sujetan
el cuaderno y el bolígrafo, de un llamativo color rojo. Frontalidad y geometría
se dan la mano con el encanto y la humanidad. El cuadro se presenta con un
segundo título (Estenografía: Mujer suiza en pijama) que nos da más claves
sobre el personaje y su tarea, consistente en la reproducción taquigráfica de
un texto cuyo origen queda fuera del lienzo. Poco importa. Aislada de su
contexto, esta mujer es por una parte una representación de la mujer moderna de
los años treinta del siglo pasado, que busca su independencia y su puesto en el
mundo laboral, y por otro el emblema de cuantos dejan pasar las horas
abstraídos en el hermoso y esforzado acto de escribir.
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