LECTURAS DE DICIEMBRE (2024)
En
el fondo de cada ser humano existe un niño aterrorizado ante la idea de perder
a sus padres. La orfandad a edad temprana es un motivo que nos conmueve a
todos; por eso el tema del adulto protector que muere dejando indefensos a los
seres que dependen de él es un planteamiento que no pasa de moda y que funciona
siempre. El británico Julian Gloag lo lleva a su extremo en la novela Cada noche a las nueve (versión para el mercado español del mucho más
ajustado, en mi opinión, título original: Our
Mother’s House). En el Londres de
los años sesenta, una madre que lleva tiempo enferma fallece dejando solos a
sus siete hijos, que carecen de padre. El narrador en tercera persona se sitúa
en la perspectiva de los niños, en especial del segundo de los varones, Hubert;
de ahí que haya que leer entre líneas para percibir la singularidad de esa
familia sin padre, con una madre que oscila entre la religiosidad extrema y una
moral dudosa para los parámetros de la época. El reloj que sujeta débilmente la
enferma cae al suelo en el momento de su muerte, marcando la hora justa en que
los siete chiquillos entre trece y cuatro años se quedan solos para afrontar su
destino. Pero no se trata de unos niños cualesquiera: funcionan como una
pequeña sociedad y están acostumbrados a vivir al margen de «lo normal»; se
organizan, por lo tanto, para mantener la ilusión de que la madre sigue viva, a
fin de no ser separados por la intervención de los servicios sociales. A partir
de ahí, se desarrolla una envolvente pesadilla que tiene toques del gótico
americano (inevitable pensar en La
chica que vive al final del camino, de
Laird Koenig, que parte de un planteamiento similar con la muerte del padre) y
de esa implacable disección del comportamiento humano que es El señor de las moscas de William Golding. El lector asiste entre
enternecido y horrorizado al devenir de este pequeño colectivo, a sus posturas
que oscilan del candor a la crueldad, a su asunción de roles adultos que los
hacen al mismo tiempo desvalidos y peligrosos. Pocas veces he encontrado una
novela en la que los personajes evolucionen de forma tan auténtica, como solo
un ser real puede hacerlo. Termino de leerla estremecida, con la sensación de
haber asistido a una tragedia inevitable, contemplada desde la altura exacta de
un niño de nueve años: el protagonista, Hubert, que intenta comprender una
realidad que le viene grande, que actúa y reacciona con inteligencia y viveza,
con buena voluntad y con la más conmovedora de las vulnerabilidades.
Juan
Gómez Bárcena acomete una impresionante empresa narrativa en su novela Lo demás es aire. Lo curioso del caso es que esta monumental
construcción se erige sobre una base mínima, la pequeña localidad cántabra de
Toñanes: de contrastes así de ricos está plagada la literatura. El propósito
que guía a Gómez Bárcena es el de recrear la historia de esta minúscula aldea
que lo vio nacer. Pero no se trata de una historia al uso, creada a base de
grandes acontecimientos y personajes principales de los que pueblan las
crónicas y los periódicos; el novelista presta voz a los habitantes de Toñanes
de épocas variadas y se pasea entre ellos con asombrosa familiaridad, saltando
de siglo en siglo —incluso de milenio en milenio—, colándose en sus
pensamientos, sus confesiones, sus vidas con frecuencia duras e
insignificantes, pero transidas de grandeza y dignidad gracias a la mirada del
novelista. Los recursos narrativos son variados: junto con los relatos que se
entrelazan para formar un gran fresco, el lector podrá «oír» las palabras de
habitantes actuales que recuerdan, desde la sabiduría de sus muchos años, la
historia reciente del pueblo, o incluso asomarse a documentos como los
registros de difuntos, retahílas de nombres a los que Gómez Bárcena añade, con
agudeza y sensibilidad, un simple rasgo capaz de transmitir el valor de toda
una existencia. De su mano, recorremos siglos y siglos de historia, como
llevados por una máquina del tiempo: desde los cazadores de mamuts hasta los
turistas que empezaron a acudir a la zona en los años ochenta, en una corriente
de revalorización de lo rural; desde el romano Tonneius, que poco antes de
Cristo sembró el germen de Toñanes al fundar una pequeña aldea junto al mar,
hasta los ancianos que a comienzos del siglo XXI rememoran los grandes hitos de
la historia local. El resultado es deslumbrante. Voces y más voces, pequeñas
anécdotas, momentos felices o divertidos, grandes tragedias. Personajes que
aparecen apenas nombrados en una ocasión y otros recurrentes, a los que vemos
crecer y trabajar y sufrir a lo largo de los años. Todo es importante y a la
vez efímero y frágil. Solo nos queda la memoria; en efecto, Lo demás es aire.
Una
vez más, una madre que muere es el punto de arranque de una novela y de una
pesadilla. Lo peculiar en este caso es la edad de los hijos: cincuenta y un
años. Ellos son Jeanie y Julius, mellizos, un hombre y una mujer hechos y
derechos que, sin embargo, no han alcanzado independencia alguna y siguen
viviendo bajo el techo y la sombra de su madre, en una granja de la campiña
inglesa. Jeanie tiene un problema de corazón y eso la ha hecho frágil y
solitaria, apartada desde la infancia del contacto con sus semejantes. Julius
es fuerte físicamente, pero depende de las mujeres de su familia de forma
enfermiza; se ha movido hasta ese momento en una serie de círculos concéntricos
que nunca se han alejado del todo del núcleo formado por la madre
sobreprotectora y la hermana vulnerable. Cuando la cabeza de familia muere en
un accidente, se abren de golpe las compuertas de la vida real para esta pareja
de niños de mediana edad, convertidos en dos marginados por la pérdida de la
casa familiar. Con pulso firme y sin concesiones al sentimentalismo, la
británica Claire Fuller construye en Tierra
inestable un impresionante viaje a los
abismos de la exclusión social. Dicho viaje pondrá de manifiesto los pliegues y
matices de los dos protagonistas, que alternan de forma inesperada sus
posiciones de fortaleza y debilidad. Y es que los personajes de Fuller son
complejos, ricos, con frecuencia incómodos: no resulta fácil identificarse con
ellos ni rechazarlos del todo. No menos incómoda es la descripción vívida y
precisa de los niveles de precariedad material que llegan a alcanzar los dos
hermanos. Pocas veces me he encontrado ante una declaración tan intensa del
valor de los objetos como forma de anclaje entre el individuo y la realidad: la
casa de la infancia, los muebles, las ropas, los utensilios de cocina, las
herramientas, todo ese mundo material que se desmorona de golpe para Julius y
Jeanie y que los convierte en fantasmas, en seres carentes de identidad que
vagan, como expresa el título, sobre una tierra que ha perdido su condición de
estable.
La
anoxia que da título a esta novela de Miguel Ángel Hernández es, en primer
lugar, la que afecta a los peces del Mar Menor, muertos por la contaminación de
las aguas y arrojados a la costa en una impresionante acumulación que
contemplamos con asombro en las imágenes que saltaron a los medios hace un par
de años. Y es también, metafóricamente, la asfixia que atenaza a la
protagonista de la historia, Dolores, una mujer incapaz de superar la muerte
prematura de su marido, que la ha sumido en una absoluta atonía vital.
Negándose a emprender nuevos proyectos, Dolores permanece anclada en un negocio
familiar que ya no funciona, un estudio fotográfico condenado a la desaparición
por el éxito de la fotografía digital. Hay una correspondencia entre el
escenario de la historia, una localidad murciana costera asolada periódicamente
por lluvias destructivas y testigo de la extinción de la vida en el mar, y la
existencia a la deriva de esta viuda todavía joven que no consigue salir a
flote del dolor y la culpa que la atenazan. El tercer pilar sobre el que se
apoya la trama de Anoxia aparece de la mano de un personaje singular, un
viejo fotógrafo que le hace a Dolores una propuesta sorprendente: ayudarle en
su labor de retratar a fallecidos a petición de sus familiares. Con estos
elementos, Miguel Ángel Hernández construye una novela intensa y emotiva, una
reflexión sobre la pérdida y la caducidad, pero también sobre el poder de los
seres humanos para retener lo fugaz. En este sentido, la fotografía se erige
como el elemento central de la historia, bien como medio para preservar el paisaje
abocado a la destrucción, bien para inmortalizar el último instante de los
seres a los que amamos y a los que buscamos conservar a nuestro lado mientras
dura esa inevitable sucesión de pérdidas que es la vida.
Magníficas reseñas, como siempre. Me llama la atención que seas capaz de contar sólo lo justo para despertar el interés de los futuros lectores. Es muy complicado no "hablar" de más. Aunque en tu caso juegas con ventaja al ser, además de una gran lectora, una excelente escritora. 💓
ResponderEliminarMuchas gracias por tu comentario. Yo añadiría que juega a mi favor mi experiencia como profesora: han sido muchos años intentando despertar la curiosidad de mis alumnos para que se animen a leer, contándoles historias hasta un determinado punto para empujarles a descubrir el resto por su cuenta.
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