DIVINA GUARDERÍA

En el Convento de las Descalzas Reales de Madrid, al final justo de la espectacular escalera de acceso, hay una puerta pequeña y misteriosa que permanece cerrada al público durante casi todo el año. Es uno de esos accesos de escasa altura que de inmediato asociamos con las limitadas estaturas de nuestros antepasados. Al franquearlo, recibimos la advertencia del guía: «Cuidado con la cabeza». Pocas cosas me gustan más. Tengo de inmediato la impresión de estar entrando en un ámbito exclusivo, negado al común de los mortales. La niña que soñaba con descubrir tumbas invioladas, cual Indiana Jones, se apodera de mí.

El espacio que conseguí visitar el viernes pasado tras unos cuantos intentos fallidos no es, en principio, especialmente atractivo: se trata del antiguo despacho de la abadesa del convento. Lo que le confiere un interés especial es el hecho de que no se muestra a los visitantes más que en periodo navideño, momento en que conseguir entrada para las visitas guiadas, de aforo muy reducido, se vuelve tarea difícil. La Navidad pasada fracasé en mi intento; en esta ocasión he estado más viva. Pero quizá alguien se esté preguntando a qué se debe tanto empeño por conocer el despacho de la priora de un convento. La razón es que dicha dependencia se ha destinado a la conservación —y exhibición limitada— de un conjunto de figuritas del Niño Jesús que, con delicioso sentido del humor, recibe el nombre de «Divina Guardería».

En las Descalzas Reales, antiguo palacio convertido en convento de clarisas en la segunda mitad del siglo XVI, se estableció una norma no escrita consistente en que las nuevas monjas aportaran al profesar una figura del Niño Jesús. Se creó así una amplia colección de pequeñas esculturas del más variado jaez, que tenían, según reflejan los documentos de la época, una presencia importante en la vida de las religiosas, quienes los cuidaban, vestían y hacían en ocasiones partícipes de su rutina. Se cuenta que Margarita de la Cruz, sobrina de la fundadora y mujer con una importante influencia en los asuntos públicos de su tiempo, mantenía entrevistas con hombres poderosos que le pedían consejo mientras sujetaba en su regazo a su Niño Jesús favorito.

Lo confieso: la inolvidable —y perturbadora— imagen de Sor Margarita incluyendo en sus visitas una escultura policromada, como si se tratara de un ser de carne y hueso, había despertado el lado más morboso de mi fantasía. La idea de una sala atiborrada de figuras de bebés, algunos de notorio realismo, cerrada al público durante la mayor parte del año, ha ocupado un lugar importante en mi imaginario de amante de la literatura gótica desde que tuve noticias de su existencia. La habitación solitaria y clausurada, las sombras atravesadas misteriosamente por los destellos de más de un centenar de pares de ojillos abiertos en la oscuridad, los crujidos inexplicables provenientes del interior de las vitrinas, me parecían materia adecuada para un relato de terror. Con este ánimo atravesé el pasado viernes la puerta de acceso a tan restringido recinto, cuidando de no golpearme la cabeza con el dintel. Como está prohibida la realización de fotografías dentro del convento, mi ingreso en la divina guardería se produjo, pues, con la cabeza inclinada y los sentidos bien alerta. No podía fiar nada al testimonio de mi teléfono móvil; los detalles que no consiguiera atesorar en la memoria se perderían.

Lo que encontré dentro del antiguo despacho de la abadesa fue una sala de dimensiones moderadas, flanqueada en sus cuatro paredes por vitrinas tras las cuales se alinean, en perfecta formación, figuras coloridas de distintos tamaños. El efecto global es variopinto y en absoluto siniestro; da la impresión, en efecto, de una guardería en la que un buen número de críos se entretienen en todo tipo de actividades. Que nadie piense en la figura yacente del niño en el pesebre omnipresente en los belenes; no: estos Niños Jesús están plasmados en posturas variadas, se entretienen en tareas impensables para su condición de bebés, descansan, meditan, adoptan poses solemnes, tienden sus bracitos hacia nosotros. Nada más llegar a casa anoté los que más habían llamado mi atención, antes de que se escabulleran por los pliegues de mi memoria. Esta es la lista:

Están, en primer lugar, los Niños Jesús atareados. Uno de ellos está pintando en un caballete diminuto una Anunciación digna de un artista experto; otro posa frente a una librería atestada de pequeños volúmenes, como un literato o un hombre de leyes en su despacho. Algunos de estos divinos niños están desnudos o tapados apenas con una escueta tela blanca, pero un buen grupo lleva ropitas de tela que evocan la mano de las monjas, cambiando la indumentaria de sus pequeños amigos como niñas que se entretienen con sus muñecas. Hay, así, Niños Jesús ataviados con faldones y sayas, así como otros disfrazados de cardenal, de San Isidro, de San Francisco e, incluso —creedlo o no—, de Juan Pablo II. Una abrumadora mayoría son niños de tez clara y pelo dorado, pero también se cuela en la colección algún chiquillo de ojos achinados. Las posturas varían: de pie, sentados o tumbados en el suelo, en una cuna o incluso en una cama con dosel (cambiar la ropa de cama del santo niño sería en algún momento, se me ocurre, parte de la diversión). Unos van acompañados por una oveja, otros sostienen una bola del mundo, se apoyan en una siniestra calavera o están rodeados por los símbolos de la Pasión. Uno especialmente tierno tiende los brazos hacia quien lo observa, como pidiendo ser sacado de la vitrina. Y hay algunos que ostentan el honor de tener nombres propios: El Esposo, que acompaña a las monjas en el momento de profesar; El Porterito, que sostiene un aparatoso manojo de llaves y que anteriormente estuvo situado en la puerta del convento. Parte del efecto nada siniestro que me produjo la contemplación de este variado grupo infantil se deriva del hecho de que hasta esa sala llega el ruido del mundo exterior, que en ese momento era la algarabía del gentío congregado delante del popular Cortylandia de Preciados: música, voces y risas, amortiguadas por los muros de la clausura. La divina guardería se fundía con otra completamente humana.

En mi ansiosa contemplación del contenido de las vitrinas, caí rendida ante una figurita a la que decidí adjudicarle el nombre de El Pensativo. Como no podía fotografiar, me bebí sus detalles y rasgos singulares: la cabecita inclinada, los ojos cerrados, la réplica en miniatura de un solemne sillón castellano, la expresión plácida, el encantador tallado de las manitas, una posada sobre una bola del mundo y la otra apoyada en la mejilla. Me embargó simultáneamente una ternura incontrolable y una comprensión hacia las monjas que durante siglos han cuidado la colección de figuras, volcando en ellas quién sabe qué deseos y emociones. Me imaginé incluso emulando a Margarita de la Cruz, haciéndome acompañar en mis gestiones importantes por el pequeño pensativo. Me enfadé también conmigo misma: soy incapaz de vulnerar una norma y eso me tuvo con las manos firmemente cerradas en los bolsillos, mientras a mi alrededor dos o tres personas se dedicaban a tomar fotografías sin que el guía ni la vigilante que nos escoltaba les llamaran la atención (qué rabia siento en situaciones como esta hacia ese antepasado mío, al que presupongo miembro de la guardia prusiana, del que he heredado un estricto sentido del deber que me impide hacer de mi capa un sayo, en la mejor tradición española). Pero volvamos a mi pequeño pensativo. La fortuna ha premiado al final mi civismo y una búsqueda en Internet me ha llevado a una charla de Ana García Sanz, conservadora de las Descalzas Reales, sobre las representaciones del Niño Jesús. Una de las imágenes proyectadas para ilustrar sus palabras es la del que considero ya mi nuevo amigo, al que os puedo presentar desde dos ángulos distintos, con mucho más detalle que si lo hubiera fotografiado yo misma a través del cristal. La voluntad del artista era la de crear un niño divino, con la mano derecha apoyada sobre la bola del mundo y uno de los símbolos de la pasión, la corona de espinas, colgada del cuello, en un amenazador presagio. Lo que yo veo en él es esa belleza que tiene la gente muy joven cuando se queda ausente o adormilada y que tantas veces he contemplado en los adolescentes que se evaden en clase de las explicaciones que les aburren o que no tienen cabida en su cerebro, ocupado por otras cuestiones. Me he quejado cientos de veces de su falta de consideración, pero siempre me he maravillado ante su belleza, su completo y plácido abandono, su indiferencia a las miradas ajenas. Me resulta imposible despertarlos, sacarlos de la hermosa abstracción de la juventud. Mi pequeño pensativo está para siempre sumido en ella.


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