EN EXPOSICIÓN (XXIII): SETENTA GRANDES MAESTROS DE LA COLECCIÓN PÉREZ SIMÓN

Los únicos ricos que me dan envidia son los que coleccionan obras de arte. Puedo contemplar impertérrita las habituales muestras de lujo y despreocupación de los muy adinerados, pero ante una cartela que indica que una pintura o escultura de mi agrado pertenece a una colección particular, me atenaza de inmediato una emoción intensa, a medio camino entre el rencor y la nostalgia de lo inalcanzable. Debido a esto, una de las personas a las que más he envidiado a lo largo de mi vida es el empresario hispano-mexicano Juan Antonio Pérez Simón, propietario de un casi inabarcable repertorio de maravillas artísticas a las que, de vez en cuando, los ciudadanos de a pie tenemos acceso a través de exposiciones temporales. Ya en su momento caí rendida ante la exposición Alma-Tadema y la pintura victoriana en la Colección Pérez Simón del Museo Thyssen de Madrid. Diez años después, la sala de exposiciones CentroCentro acoge una muestra que recorre los fondos de tan eminente coleccionista desde la pintura clásica hasta la contemporánea.


El encargado de dar la bienvenida al visitante es un personaje de vistoso atavío y mirada intensa. Se trata de El filósofo, cuadro de Ferdinand Bol, uno de esos pintores neerlandeses barrocos que fueron opacados por la gigantesca figura de Rembrandt. La influencia de este último es obvia en este retrato de tonos dorados, resuelto a base de pinceladas sueltas y con un fuerte foco de luz que incide en el rostro y las manos del anónimo modelo. Me atraen mucho las pinturas clásicas que plasman a un sabio (filósofo, astrónomo, geógrafo…) en la intimidad de sus estancias privadas, sumido en su actividad intelectual o simplemente lanzando al que lo contempla una mirada llena de significado. El filósofo de Bol pertenece a este último grupo: es de esos cuadros que hacen que el observador se sienta escrutado por el objeto de su atención, en una curiosa inversión del acto de mirar una obra de arte. Este filósofo elegante, ataviado con ricas vestiduras que le confieren un cierto aire de monarca oriental, nos observa con expresión difícil de interpretar. No parece sumido en sus pensamientos, sino más bien entretenido en desvelar las interioridades de quien ha tenido la osadía de detenerse frente a él. Detrás de su figura majestuosa, se abre un espacio en penumbra, poblado de objetos que se pierden en la oscuridad, como una representación de los recovecos de la mente de su propietario.

La pintura decimonónica es el punto fuerte de la Colección Pérez Simón. A este periodo pertenece el hermoso lienzo titulado La bola de cristal, del británico John William Waterhouse. Es un cuadro que he contemplado tantas veces a través de reproducciones que, cuando me encuentro frente a él (es la segunda vez que me sucede), me produce una curiosa mezcla de familiaridad y emoción por el contacto directo. En un estilizado ambiente medieval típico de la pintura prerrafaelita, una muchacha observa atentamente el objeto que da título al cuadro y que sujeta con cuidado, acunándolo en sus manos delante del pecho. El significado de dicho objeto, asociado a la adivinación en el imaginario colectivo, se ve reforzado por la calavera y el libro que, abierto sobre la mesa, muestra unos misteriosos grabados que apenas podemos atisbar. Estamos sin duda frente a una hechicera, una practicante de las artes ocultas, a la que el artista dota de un rostro candoroso y un encantador gesto de concentración. Pero todos estos detalles tardan en hacerse patentes; la primera impresión queda anegada por el intenso color rojo del vestido, que lo ocupa todo. Quien contempla el cuadro, antes de captar su posible significado, se ve asaltado por un tropel de sensaciones placenteras: la suavidad del terciopelo, la geometría del suelo ajedrezado, el contraste entre la melena negra y la blancura de la piel, el verdor que se agolpa en el semicírculo perfecto de la ventana. Esta aprendiz de bruja está envuelta en un apacible mundo sensorial que nos la hace cercana y tranquilizadora, alejada de visiones sombrías.


En El parque de los estudiantes, Munch nos brinda una de esas misteriosas composiciones que parecen una alegoría de la existencia humana. El color azul, las líneas curvas, el sinuoso trazado del jardín y las figuras humanas atrapadas en él como en una danza de la que no pueden escapar componen una imagen envolvente, que atrae la mirada del espectador y no la suelta. El cuadro tiene el subtítulo de Noche de verano; nos encontramos, por tanto, ante una escena nocturna propia de las latitudes altas, en la que los azules no ceden el paso a la oscuridad y la tierra está mágicamente iluminada. O tal vez se trate tan solo de la mirada del artista, tan singular, que dota a esta noche pintada de un colorido puramente subjetivo. En ese ámbito irreal, varias parejas se abrazan y besan sentadas en los bancos o de pie en medio del camino. Lo que podría ser la simple reproducción de un momento amable, lleno de gracia juvenil, cobra de la mano de Munch unos tintes inquietantes. El camino lleno de curvas parece adentrarse en territorios ignotos; la montaña que se alza en el horizonte, con su inverosímil verticalidad, vigila esta escena en la que, pronto lo comprendemos, no solamente se nos habla de la noche y del amor.


El artista chino contemporáneo Zang Xiaogang es el creador de una serie de obras en las que, partiendo del efecto de «falsa fotografía», presenta personajes de variadas edades que observan al espectador con expresión melancólica, a través de una pátina que evoca la brecha del tiempo. Es difícil explicar la emoción que me produjo encontrarme frente a frente con las miradas de los dos pequeños protagonistas del cuadro que encabeza estas líneas, titulado Big family nº 21. El primer pensamiento que me asaltó fue el de estar viendo a dos jovencísimos muertos que, merced al poder del artista, han quedado congelados en un limbo desde el cual pueden seguir la evolución de sus congéneres sin verse afectados por ella. Desde su espacio situado al margen del tiempo, estos niños eternos nos observan, siguen nuestros movimientos y e interacciones, conocen nuestras pasiones, leen nuestros pensamientos. Destilan tristeza y un leve asombro. El visitante, que comenzó su periplo bajo la mirada inquisitiva y algo burlona de El filósofo de Bold, se siente ahora interpelado desde territorios más oscuros y sensibles, tal vez los mismos que pueblan ese tesoro de emociones que son los álbumes familiares.     

Comentarios

  1. Yo siempre llevando la contraria, ya lo sé, pero a mi, cuando me dicen que un coleccionista privado posee 4.000 obras de arte, lo que me pide el cuerpo es de tenerle... lo siento

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  2. Como habrás podido apreciar, anónimo (o no tanto) lector, me has dejado meditando unos cuantos días. Lo cierto es que no he llegado a conclusión alguna. ¿Me dejo llevar por el bastante comprensible recelo hacia los que acumulan riqueza, siguiendo el conocido axioma de que nadie se hace millonario trabajando honestamente...? Puedo hacerlo. Pero también puedo seguir sintiendo una enorme envidia en este caso. Contradicciones del alma humana.

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