Los únicos ricos que me dan envidia
son los que coleccionan obras de arte. Puedo contemplar impertérrita las
habituales muestras de lujo y despreocupación de los muy adinerados, pero ante
una cartela que indica que una pintura o escultura de mi agrado pertenece a una
colección particular, me atenaza de inmediato una emoción intensa, a medio
camino entre el rencor y la nostalgia de lo inalcanzable. Debido a esto, una de
las personas a las que más he envidiado a lo largo de mi vida es el empresario
hispano-mexicano Juan Antonio Pérez Simón, propietario de un casi inabarcable
repertorio de maravillas artísticas a las que, de vez en cuando, los ciudadanos
de a pie tenemos acceso a través de exposiciones temporales. Ya en su momento
caí rendida ante la exposición Alma-Tadema y la pintura victoriana en la
Colección Pérez Simón del Museo Thyssen de Madrid. Diez años después, la
sala de exposiciones CentroCentro acoge una muestra que recorre los fondos de
tan eminente coleccionista desde la pintura clásica hasta la contemporánea.
El encargado de dar la bienvenida al
visitante es un personaje de vistoso atavío y mirada intensa. Se trata de El
filósofo, cuadro de Ferdinand Bol, uno de esos pintores neerlandeses
barrocos que fueron opacados por la gigantesca figura de Rembrandt. La
influencia de este último es obvia en este retrato de tonos dorados, resuelto a
base de pinceladas sueltas y con un fuerte foco de luz que incide en el rostro
y las manos del anónimo modelo. Me atraen mucho las pinturas clásicas que
plasman a un sabio (filósofo, astrónomo, geógrafo…) en la intimidad de sus
estancias privadas, sumido en su actividad intelectual o simplemente lanzando
al que lo contempla una mirada llena de significado. El filósofo de Bol
pertenece a este último grupo: es de esos cuadros que hacen que el observador
se sienta escrutado por el objeto de su atención, en una curiosa inversión del
acto de mirar una obra de arte. Este filósofo elegante, ataviado con ricas
vestiduras que le confieren un cierto aire de monarca oriental, nos observa con
expresión difícil de interpretar. No parece sumido en sus pensamientos, sino
más bien entretenido en desvelar las interioridades de quien ha tenido la
osadía de detenerse frente a él. Detrás de su figura majestuosa, se abre un
espacio en penumbra, poblado de objetos que se pierden en la oscuridad, como
una representación de los recovecos de la mente de su propietario.
La pintura decimonónica es el punto
fuerte de la Colección Pérez Simón. A este periodo pertenece el hermoso lienzo
titulado La bola de cristal, del británico John William Waterhouse. Es
un cuadro que he contemplado tantas veces a través de reproducciones que,
cuando me encuentro frente a él (es la segunda vez que me sucede), me produce
una curiosa mezcla de familiaridad y emoción por el contacto directo. En un
estilizado ambiente medieval típico de la pintura prerrafaelita, una muchacha observa
atentamente el objeto que da título al cuadro y que sujeta con cuidado,
acunándolo en sus manos delante del pecho. El significado de dicho objeto,
asociado a la adivinación en el imaginario colectivo, se ve reforzado por la
calavera y el libro que, abierto sobre la mesa, muestra unos misteriosos
grabados que apenas podemos atisbar. Estamos sin duda frente a una hechicera,
una practicante de las artes ocultas, a la que el artista dota de un rostro
candoroso y un encantador gesto de concentración. Pero todos estos detalles
tardan en hacerse patentes; la primera impresión queda anegada por el intenso
color rojo del vestido, que lo ocupa todo. Quien contempla el cuadro, antes de
captar su posible significado, se ve asaltado por un tropel de sensaciones
placenteras: la suavidad del terciopelo, la geometría del suelo ajedrezado, el
contraste entre la melena negra y la blancura de la piel, el verdor que se
agolpa en el semicírculo perfecto de la ventana. Esta aprendiz de bruja está
envuelta en un apacible mundo sensorial que nos la hace cercana y
tranquilizadora, alejada de visiones sombrías.
En El parque de los estudiantes,
Munch nos brinda una de esas misteriosas composiciones que parecen una alegoría
de la existencia humana. El color azul, las líneas curvas, el sinuoso trazado
del jardín y las figuras humanas atrapadas en él como en una danza de la que no
pueden escapar componen una imagen envolvente, que atrae la mirada del
espectador y no la suelta. El cuadro tiene el subtítulo de Noche de verano;
nos encontramos, por tanto, ante una escena nocturna propia de las latitudes
altas, en la que los azules no ceden el paso a la oscuridad y la tierra está
mágicamente iluminada. O tal vez se trate tan solo de la mirada del artista,
tan singular, que dota a esta noche pintada de un colorido puramente subjetivo.
En ese ámbito irreal, varias parejas se abrazan y besan sentadas en los bancos
o de pie en medio del camino. Lo que podría ser la simple reproducción de un
momento amable, lleno de gracia juvenil, cobra de la mano de Munch unos tintes
inquietantes. El camino lleno de curvas parece adentrarse en territorios ignotos;
la montaña que se alza en el horizonte, con su inverosímil verticalidad, vigila
esta escena en la que, pronto lo comprendemos, no solamente se nos habla de la
noche y del amor.
El artista chino contemporáneo Zang
Xiaogang es el creador de una serie de obras en las que, partiendo del efecto
de «falsa fotografía», presenta personajes de variadas edades que observan al
espectador con expresión melancólica, a través de una pátina que evoca la
brecha del tiempo. Es difícil explicar la emoción que me produjo encontrarme
frente a frente con las miradas de los dos pequeños protagonistas del cuadro
que encabeza estas líneas, titulado Big family nº 21. El primer
pensamiento que me asaltó fue el de estar viendo a dos jovencísimos muertos
que, merced al poder del artista, han quedado congelados en un limbo desde el
cual pueden seguir la evolución de sus congéneres sin verse afectados por ella.
Desde su espacio situado al margen del tiempo, estos niños eternos nos
observan, siguen nuestros movimientos y e interacciones, conocen nuestras
pasiones, leen nuestros pensamientos. Destilan tristeza y un leve asombro. El
visitante, que comenzó su periplo bajo la mirada inquisitiva y algo burlona de El
filósofo de Bold, se siente ahora interpelado desde territorios más oscuros
y sensibles, tal vez los mismos que pueblan ese tesoro de emociones que son los
álbumes familiares.
Yo siempre llevando la contraria, ya lo sé, pero a mi, cuando me dicen que un coleccionista privado posee 4.000 obras de arte, lo que me pide el cuerpo es de tenerle... lo siento
ResponderEliminarComo habrás podido apreciar, anónimo (o no tanto) lector, me has dejado meditando unos cuantos días. Lo cierto es que no he llegado a conclusión alguna. ¿Me dejo llevar por el bastante comprensible recelo hacia los que acumulan riqueza, siguiendo el conocido axioma de que nadie se hace millonario trabajando honestamente...? Puedo hacerlo. Pero también puedo seguir sintiendo una enorme envidia en este caso. Contradicciones del alma humana.
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