COMO EL JUEVES

Albergo sentimientos encontrados hacia las personas que creen estar solas en medio del barullo ciudadano. Me refiero, por ejemplo, a las que detienen el carro de la compra o la sillita del niño en el pasillo del supermercado, sin atender a los otros compradores, que deben filtrarse por el escaso espacio restante. A las que se plantan frente a la puerta del metro o del autobús, con frecuencia pertrechadas con enormes mochilas que nunca tienen a bien quitarse de la espalda para colocar en el suelo, alejadas de las caras de los otros viajeros. A las que pasean en familia ocupando toda la acera a una velocidad que roza la de la tortuga de la fábula de Esopo, mientras los transeúntes más afines a la liebre de dicho relato se ven obligados a realizar maniobras molestas o arriesgadas (meterse en los alcorques, hacer equilibrios en el bordillo, bajarse a la calzada y convivir con el tráfico) para adelantarlas. A las que se apresuran a pasar cuando alguien amable sujeta una puerta, sin plantearse siquiera que dicha persona pretendía dejar pasar solo a quien iba inmediatamente detrás y no a un tropel de gente hosca que ni la mira ni le da las gracias. A las que se lanzan como el hombre bala del circo tradicional para alcanzar antes que nadie el asiento del metro que acaba de quedarse libre. Podría seguir. Este amplio abanico de actitudes que resumiré con la fórmula «creerse solo en la ciudad» me produce una furia irreprimible, pero a la vez me llena de algo parecido a la admiración. ¿Qué no harán estos individuos en sus vidas profesionales, en sus entornos familiares y amistosos? ¿Con qué rotundidad impondrán su criterio, darán golpes en la mesa, marcarán límites y líneas rojas? Me los imagino plantando cara a sus semejantes y reivindicando lo suyo con la fiereza de don Pelayo en la batalla de Covadonga. Cuánto mejor les irá en la vida a estos lobos urbanos, reflexiono, que a las tímidas ardillitas que ceden el paso y piden perdón.

Hace un par de semanas, al salir de casa coincidí con la portera, que ejerce además las tareas de limpieza. Digo mal: más que encontrarme con ella, me encontré con sus útiles de trabajo, que indicaban su presencia en las inmediaciones de la garita de los conserjes. El vestíbulo es bastante amplio y yo estaba pasando sin problemas en dirección a la puerta, cuando la mujer se materializó delante de mí. Es una persona muy expresiva y sonriente. Me saludó con una alegría que le envidio y se lanzó para apartar el carrito de la limpieza.

—¡Perdón, ya lo quito! —exclamó, sin perder la sonrisa.

Yo iba, lo confieso, con los auriculares puestos y, como siempre que alguien se dirige a mí en esas circunstancias, me asaltó una incomprensible torpeza para pulsar el botón de pausa en el móvil. Le contesté como pude por encima de la música y las voces que ocupaban en ese instante mis oídos. A pesar de la amalgama sonora, capté que la mujer decía:

—Estoy siempre en medio, como el miércoles.

No recuerdo qué le contesté. Su afirmación me había descolocado por completo. En primer lugar, estaba la elección de palabras: ¿no se decía «estar en medio, como el jueves»? Cuestiones léxicas aparte, lo que más me sorprendía era que alguien desbordado de trabajo se apresurara a dejar libre un espacio que ya lo estaba bastante. Me despedí de ella y me alejé en dirección al metro, donde sin duda me aguardaba un buen número de individuos prestos a cortarme el paso, a apabullarme con sus pertenencias, a dejarme clavada sujetando una puerta frente a una riada de viajeros indiferentes. Enérgicos, agresivos, reivindicando su posición única en la ciudad y en la vida. Siempre en medio. Como el miércoles. Como el jueves.

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