ELOGIO DEL BURRO

Pongo las noticias de la radio con miedo, como todas las mañanas. Estoy en la cocina, contemplando la negrura exterior a través de la ventana, quitándome las brumas del sueño y conjugando con torpeza la acción de buscar la aplicación de la radio en la pantalla del móvil con la de disponer sobre la encimera los cacharros del desayuno. Pulso por fin el botón y me encojo. Sé que están a punto de emerger del aparato misiles, explosivos asociados a dispositivos electrónicos, territorios desolados, víctimas que gimen, dirigentes que vomitan violentas soflamas o se inhiben bajo tibios discursos. Sin embargo, por una vez, me saluda la voz risueña de un periodista. Está contando una noticia con la liviandad de quien relata una anécdota familiar divertida. Al principio no le presto demasiada atención; es la clásica referencia a los ganadores de un premio millonario en un juego de azar, en este caso una pareja que habita en un pueblo de Andalucía. Pero entonces le ceden el paso a uno de los protagonistas, un hombre de cierta edad, a juzgar por la voz, que rechaza las opciones que le da el entrevistador para gastar su recién adquirida riqueza. ¿Un coche de lujo? Qué va, qué va. La razón es sorprendente: a este reciente millonario lo que le gustan son los burros. Y lo explica así (más o menos, porque estoy tirando de mi memoria matutina): «A mí, cuando veo un burro bueno, se me caen los ojos. Los coches me parecen todos iguales».

 

El audio es saludado con risas y comentarios joviales por parte de los periodistas que se encuentran en el estudio. Se ríen con esa elegante condescendencia que derrochan los cultivados frente a los simples, a los que fingen en cambio valorar; no en vano son comunicadores y se dirigen a las masas. En otras circunstancias me habría molestado semejante despliegue de paternalismo, pero en ese momento, cuando aún no han dado las siete de la mañana y mis miembros reclaman en vano la posibilidad de regresar a la cama, me siento invadida por una dulce calidez. Acude a mi memoria el precioso grabado de Gustave Doré que ilustra el reencuentro de Sancho Panza con su rucio en la segunda parte de El Quijote, en el que se muestra al entrañable personaje llorando a lágrima viva y abrazado a la cabeza de su asno, que le ha sido robado unos cuantos capítulos atrás y que —licencias cervantinas— aparece como por arte de magia, sin explicación alguna por parte del novelista. Quién tuviera la genial soltura para hacer y deshacer de la que hacía gala el gran don Miguel.
 

Las noticias de la radio han regresado a las ruinas y los misiles, las voces que emanan del móvil se han vuelto graves y admonitorias, pero yo miro al exterior —que me parece menos oscuro que hace unos instantes— con una sonrisa. Pienso en la insólita circunstancia de empezar el día oyendo hablar en la radio de estos animales humildes, sometidos al yugo de los humanos desde tiempos inmemoriales y cuyo nombre se emplea en la lengua coloquial para denominar al sujeto de pocas luces. Desde niña he sentido por ellos una especial ternura. Olvidada por completo de las prisas que rigen el comienzo de la jornada laboral, convoco en mi mente un repertorio de burros ilustres, el asno de oro de Apuleyo, el rucio de Sancho, el peludo y esponjoso Platero de Juan Ramón. Recuerdo luego con nostalgia un verano en una casa rural asturiana en la que tenía por vecinos a un puñado de estos animales, que me miraban con melancólica gratitud cuando bajaba a alimentarlos con restos de puerros. Definitivamente, a mí también «se me caen los ojos» (extraña expresión: ¿la dijo realmente así el afortunado ganador del premio millonario?) cuando veo un buen burro, o incluso cuando veo un burro en general. Los coches, en cambio, me parecen todos iguales. 

 

Comentarios

  1. Habrá que escribir un elogio del burro, no creo que falte tanto para ello porque son animales en peligro de extinción y con eso supongo que merecerán un poco más de atención...lo malo son esos otros, mal llamados burros, que, también de forma inapropiada, decimos que rebuznan desde algunos escaños del Congreso y el Senado...lo malo es que esos no están en peligro de extinción.

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