EL OBJETO MÁS TRISTE

Llevo un rato observando el objeto que me dispongo a describir. Dándole vueltas incluso entre mis manos, para captar todos sus detalles. No sabría decir a ciencia cierta qué es. Hay datos incontestables: está fabricado de lana de dos colores, rosa y amarillo. Está tejido con puntos flojos y descuidados; ha empezado, de hecho, a deshilacharse. Tiene forma rectangular. En realidad, lo componen dos rectángulos, uno rosa y otro amarillo, unidos por puntadas irregulares. Por más que lo miro, no consigo averiguar su función. Podría ser una bolsita, un pequeño monedero, si tuviera un cierre. Parecería un patuco para un bebé si tuviera una forma que se adecuara a la de un pie. Pero nada de esto sucede. Abierto, a punto de deshacerse, fríamente rectangular. No soy capaz de clasificarlo en ninguna categoría conocida. Me parece, eso sí, el objeto más triste que he visto en mi vida.

Este objeto triste e inclasificable permanece desde hace unos días en un plato donde conviven, en una curiosa amalgama, cosas que utilizo a menudo con otras que tienen en él su morada transitoria, hasta que decido dónde guardarlas. Es evidente que mi rectángulo de lana no correrá ninguna de las dos suertes. Lo veo condenado a quedarse en ese plato sin ser utilizado nunca (¿para qué podría serlo?) ni mudarse a una residencia definitiva. Como uno de esos perros de las protectoras que ven con tristeza cómo sus compañeros parten a vivir con familias que nunca los eligen a ellos.

Este objeto que no es un monedero ni un patuco sino un absurdo rectángulo doble llegó a mis manos, como ya he dicho, hará un par de días. Me lo tendió una desconocida en la calle. Era una mujer menuda, de aspecto vulnerable, seguramente más joven de lo que su deterioro físico hacía pensar. Una de esas personas frágiles a las que quienes vivimos los ochenta catalogamos de inmediato como supervivientes de la terrible plaga de la heroína. Estaba pidiendo y mi acompañante se detuvo a darle unas monedas. Entonces la mujer se dirigió a mí.

—Señora —dijo—, mire. Los hago yo.

Y sacó de un bulto que cargaba un objeto pequeño que apenas miré. Apenas la miré a ella tampoco. Me apenaban su delgadez, su mirada perdida, su forma difusa de articular las palabras. Concentré mi atención en mi bolso, en mi monedero, en localizar unas monedas. La mujer seguía hablando y su discurso se había vuelto repentinamente luminoso.

—Así mucho mejor —decía—. Mucho mejor que me paguen por lo que hago, no que me den dinero solo por dármelo.

Yo estaba tan azorada que no sabía qué responder. El objeto que me tendía parecía hecho con fabricada torpeza. La combinación de colores, los puntos sueltos, las puntadas enormes. Me asaltó la duda de si aquella mujer frágil como un pajarillo hacía gala de una descomunal ironía o si poseía una dignidad sobrehumana, a prueba de adversidades. Me decidí a mirarla de frente al darle las monedas y comprendí que no bromeaba. Sus ojos resplandecían. Como yo no reaccionaba, me colocó el rectángulo de lana en la palma de la mano. Noté su suavidad. Era blando, mullido, gustoso de acariciar. Eso estoy haciendo ahora mismo, mientras repaso estas líneas. Cierro el puño en torno a él y me acuerdo de su creadora, la mujer capaz de sortear mil naufragios y de iluminar una vida durísima con su orgullo incombustible. Puedo asegurar que conforta. Ahora que lo pienso, acabo de descubrir cuál es la utilidad de este objeto triste.

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