UN DIMINUTIVO

Esta es una entrada pequeña, como el diminutivo que le da título. Responde a una situación que presencié hará cosa de un mes y cuyo recuerdo, pese a su aparente insignificancia, no me ha abandonado desde entonces. Encuentro hoy por fin un hueco para ponerla por escrito. Tres, dos, uno: regreso a mediados del mes de junio. Estoy sentada en un banco a la entrada de la sala de rehabilitación. Hay más pacientes que otros días y entretengo los minutos de espera antes de ser atendida leyendo en mi libro electrónico. Es una de las últimas sesiones que me han prescrito y mi rodilla parece estar volviendo a la vida. Estoy contenta y no me importa el retraso. 

Me saca de mi abstracción una voz femenina que lanza desde el umbral una petición de ayuda: ¿Puede usar los bancos de la entrada para que se siente su padre? La cercana consulta de neurología está atestada, explica, y no hay asientos libres. La voz suena a un volumen muy superior a las conversaciones sosegadas que se desarrollan en la zona de rehabilitación. Creo que todos nos volvemos hacia la puerta. Uno de los fisioterapeutas acude al reclamo. La que ha pedido ayuda es una mujer de mediana edad y se la ve agobiada, no solo por el calor, que a esas alturas de la tarde es bastante intenso. Detrás de ella asoma un dúo dispar, el que forman un chico muy alto, en la veintena, y un anciano de expresión ensimismada que camina con dificultad. El fisio les invita a entrar y contribuye a que las subsiguientes maniobras tengan éxito. Y es que es una auténtica maniobra, un complicado cúmulo de acciones, lo que se despliega hasta que el anciano queda convenientemente instalado. Toda esta escena se está desarrollando muy cerca de mí, al otro extremo del banco en el que estoy sentada. Capto el apuro de la mujer y del joven y finjo estar concentrada en mi lectura. Veo de reojo los movimientos, oigo las palabras amables, las indicaciones, los consejos. El anciano dista mucho de estar impedido pero se encuentra inmerso en una densa bruma, no comprende la relación entre su cuerpo y el entorno, no entiende si está cerca o lejos del asiento, ha olvidado la acción primitiva, básica, elemental de sentarse. La sinfonía de instrucciones a tres voces dura un rato que, creo, se nos hace eterno a todos. Finalmente noto el movimiento del banco cuando recibe el peso del anciano. Me atrevo a mirar: el fisio lo tiene prendido de las manos, como a un niño al que se acompaña en sus primeros pasos. La mujer está despeinada, el chico da pequeños pasos nerviosos, como si reprimiera los deseos de correr. Inmóvil e impertérrito, centro involuntario de aquel grupo humano, el anciano los mira como si le fueran todos igualmente desconocidos. La mujer se deshace en agradecimientos. El fisio les ofrece un vaso de agua que madre e hijo aceptan al unísono. Se diría que la temperatura de la sala ha subido varios grados. Me parece ridículo seguir fingiendo que leo y me vuelvo francamente hacia mis compañeros de banco. Mi mirada se cruza con la de la mujer, que se ha dejado caer junto a su padre. Se la ve agotada. Le sonrío. 

El fisio regresa con un vaso de agua y lo tiende hacia el muchacho, que es el único que continúa en pie. Lo observo ya sin disimulo. Es muy esbelto, moreno, con la veintena recién estrenada. Está muy nervioso; por un momento, parece que se va a beber el agua de un trago, pero se da cuenta a tiempo de que no la han traído para él. Entonces se inclina hacia el anciano y dice algo maravilloso: «Abuelito, ¿quieres agua?»

No soy capaz de recordar lo que sucede a continuación: quién se bebe finalmente el agua, cuándo me avisan para pasar a mi sesión de rehabilitación, cuánto rato permanece el trío familiar sentado en el banco junto a la entrada. Para mí, la escena termina así, con el cálido sonido de las tres letras que convierten la simple denominación de un parentesco en una expresión de afecto, en una llamada del pasado, en un puente que se despliega por encima de la enfermedad y la ausencia. Me parece que el joven alto pierde de repente estatura y años y se transforma en un niño, y que la mirada ausente del anciano cobra vida para fijarse en su nieto al son del precioso, tierno, poderoso sonido del diminutivo: abuelito.

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