Termina
este fin de semana la hermosa exposición Maestras del Museo Thyssen de
Madrid. Y lo hace con las entradas agotadas; conozco este detalle porque, pese
a haberla visto ya dos veces, he sentido la tentación de visitarla una tercera
al saber que se acercaba su final. Quería despedirme de las viejas conocidas y
de los gratos descubrimientos que he hecho gracias a esta muestra, antes de que
los cuadros y esculturas que la componen se dispersen para regresar a sus
respectivos emplazamientos originales. Hay una inevitable melancolía en el fin
de una exposición que se ha disfrutado mucho. Es como si se deshicieran los
lazos que han mantenido unido a un grupo humano con el que se ha tenido por un
tiempo una feliz convivencia.
Maestras
ha reunido durante
tres meses un plantel de artistas extraordinarias; la calidad de las obras
expuestas supone —quiero creer— un dique contra los recelos que despiertan en
ciertos sectores los discursos de género. En sus salas se puede ver a autoras
consagradas como Artemisia Gentileschi, Mary Cassat, María Blanchard o Berthe
Morisot, junto con otras cuyos nombres suponen un descubrimiento y un motivo
de asombro. ¿Cómo es posible que no conozcamos a artistas de semejante talla?
La muestra está estructurada siguiendo un hilo que combina lo cronológico y lo
temático. Vemos así en sucesión a las pintoras clásicas que se atrevieron con
los temas mitológicos o bíblicos, habitualmente reservados a sus colegas
masculinos; las que se conformaron con géneros considerados menores, como los
bodegones y las pinturas de flores; las que retrataron a otras mujeres, nobles o
amigas, en ocasiones dotándolas de la libertad que proporciona un disfraz; las
que indagaron en distintas facetas de la maternidad, subrayaron la dignidad de
las trabajadoras o exploraron las posibilidades de emancipación… Un recorrido
fascinante, del que me ha costado elegir cuatro paradas.
Esta
pequeña (en dimensiones) joya fue pintada en 1631 por la entonces jovencísima artista
neerlandesa Judith Leyster. La plasmación de lo cotidiano, tan habitual en la
pintura de los Países Bajos en el XVII, se tiñe de intensidad y dramatismo de la mano
de esta autora que con solo veintidós años crea una escena plena de significado,
alejada de visiones banales o jocosas de la realidad. El título de la pieza, Hombre
ofreciendo dinero a una joven, nos pone en alerta sobre el problema que se
plantea, aunque la actitud de los personajes es más que elocuente. La sonrisa complacida
del hombre, su mano apoyada en el brazo de la muchacha y el empeño de esta en concentrarse
en su labor de costura y apartar los ojos de las monedas que aquel le ofrece,
nos hablan de abuso de poder, de la seguridad del rico de no ser rechazado por
una persona doblemente vulnerable, trabajadora y mujer. El contraste entre las
posturas de ambos es de enorme expresividad: el cómodo abandono del cuerpo de
él, la tensión del cuerpo de ella. Esta escena tan sabiamente diseñada está
además envuelta en un impresionante claroscuro que subraya la contraposición de
opuestos, la luz y la sombra, la víctima y el abusador, la inocencia y el
cálculo.
La
fascinación decimonónica por lo exótico está representada a través de obras como Una
labradora norteafricana, de la pintora francesa Henriette Browne. Se trata
de un retrato de factura clásica, en el que sobre un fondo neutro se destaca
una figura bellísima, llena de dulzura y melancolía, ataviada con una sencilla
vestimenta monocroma que se aleja de las visiones pintorescas y sensuales de otros
artistas de la época. Browne fue una gran viajera y, gracias a su condición femenina,
pudo adentrarse en entornos reservados a mujeres, que reflejó con exquisita
sensibilidad y una mirada nueva, al margen de la superficial curiosidad o del
efectismo. Esta preciosa muchacha abstraída en sus pensamientos se nos muestra
vulnerable y a la vez solemne, investida de una dignidad que le viene de sus
ancestros, de generaciones dedicadas a la dura labor de cultivar la tierra,
representada en la rama que sujeta en su mano derecha. Este cuadro es de esos
que atrapa al visitante y no lo suelta; estando en la parte final de la
exposición, a varias salas de distancia, me di la vuelta para lanzar una última
mirada y comprobé que la disposición de las puertas permitía ver a lo lejos a
esta joven campesina, bella e hipnótica, bañada en una luz casi sobrenatural.
El
grueso de Maestras está formado por pinturas, pero también hay una
interesante representación del arte escultórico. Muchachas, de la artista
francesa Marie Cazin, ocupa la posición central de la sala titulada Complicidades.
Grupos de mujeres (compañeras de trabajo, hermanas, amigas) comparten
labores, diversión, paseos o confidencias en los lienzos dispuestos en torno a
este delicado dúo realizado en bronce. La concisión del título, la sencillez de
la indumentaria y la carencia de referentes externos hacen de esta escena un
prodigio de expresividad y reducción a lo esencial. Podemos imaginar a esta
pareja de jóvenes atribuladas por un problema económico, confortándose frente a
una desgracia familiar, despidiéndose de un ser querido. El hermoso gesto del
abrazo que cierra el círculo frente al exterior hace de la pareja un símbolo
del apoyo mutuo, de la solidez de los afectos frente a las dificultades de la
vida.
Probablemente,
la obra en cuya contemplación pasé más tiempo en mis dos visitas a la
exposición fue este cuadro que representa a un grupo de jóvenes trabajadoras.
Se trata de Las lavanderas, de la también francesa Marie Petiet, artista
a la que desconocía (como a tantas otras expuestas en la muestra) y con la que
he sentido una conexión inmediata gracias a esta pintura encantadora, llena de
ternura y vivacidad. La forma alargada del lienzo se pliega a la perfección a
la plasmación de este delicioso conjunto de muchachas dispuestas en fila, en
actitudes variadas de concentración en el trabajo, charla o abandono a unos
minutos de descanso. El único personaje cuyo rostro no vemos es la planchadora
que nos da la espalda, maravilloso elemento compositivo que rompe con la
frontalidad de la escena. Esta joven misteriosa parece ser el foco de atención en
el que confluye el juego de miradas: la expresión maliciosa de la muchacha
apoyada en la mesa, la acción suspendida de las dos jovencitas de la derecha, detenidas
en el momento de compartir un secreto. Las prendas blancas tendidas en la
cuerda y el mantel que cubre la mesa ejercen de luminoso escenario para este
despliegue de gracia y juventud. Me parece oír las voces de estas muchachas,
los susurros de sus confidencias, la risa de la más joven —casi una niña—, que interrumpe
su labor con la plancha en alto. La magia de lo instantáneo, la importancia de
lo sencillo, la dignidad del trabajo, la mirada sensible frente a la realidad.
Qué maravilla de exposición. Gracias, maestras.
Comentarios
Publicar un comentario