LECTURAS DE DICIEMBRE (2023)

Una comunidad de pescadores daneses se traslada desde la costa del Mar del Norte a una localidad en el interior de un fiordo. Dicho traslado supone un gran cambio en su actividad profesional: se trata de pescadores acostumbrados a la bravura del mar, hechos al peligro de la pesca en aguas abiertas, cuya rutina queda a partir de ese momento constreñida al apacible marco del fiordo. Pero mucho más importante es el cambio en el terreno espiritual, ya que se trata de una comunidad de estrictas ideas religiosas, que chocarán con la forma de ver el mundo, mucho más abierta y tolerante, de sus nuevos vecinos. Se trata de un curioso contraste: los bregados hombres de mar y sus valerosas mujeres, hechos a afrontar el desafío de las aguas, deben enfrentarse a otras inmensidades que les resultan hostiles y difíciles de asimilar desde su estricto código moral. Este es el planteamiento de Los pescadores, novela escrita en 1928 por el danés Hans Kirk, un clásico en su tierra natal que la editorial Nórdica se ha encargado de poner al alcance de los lectores en castellano. Se trata de una novela preciosa, escrita con un estilo austero, conciso, sin vanos alardes estilísticos ni subrayados sentimentales. Kirk pasea su mirada serena por un grupo humano que el lector (o al menos esta lectora) prevé que va a detestar. Son hombres y mujeres de vida severa, escrupulosos cumplidores de las consignas bíblicas, estrechos de miras y carentes de comprensión hacia posturas vitales que impliquen libertad y alegría. Pero también son honestos, generosos, preocupados por sus semejantes, incapaces de engañar y dispuestos siempre a rendir cuentas de sus actos. La grandeza de Los pescadores está en que su autor no juzga ni condena a sus protagonistas: los vemos complicarse la vida con sus autoexigencias, rechazar aquello que les podría proporcionar diversión o placer, pero también reconocer sus culpas y relacionarse con más fluidez de la esperada con personajes que a priori encarnan cuanto deberían condenar. Al hilo del paso de las estaciones, con la belleza del entorno natural descrito con sutiles pinceladas en las que brillan hallazgos de auténtica poesía, el autor nos hace testigos del paso del tiempo, del amor y los nacimientos, de las dificultades para alimentarse, de los enfrentamientos ideológicos y laborales, de los conflictos entre padres e hijos, de la enfermedad, los accidentes y la muerte. Yo he amado a estos pescadores a la vez severos y tiernos, candorosos en su monolítica concepción de lo religioso, que con el curso de los acontecimientos resulta no serlo tanto. Me han hecho replantearme mi visión de las cosas, poblada de prejuicios, monolítica también, en definitiva. 

Bajo el título de El alumno aventajado, la editorial Nórdica reúne tres relatos de Joseph Roth que se mueven en el impreciso terreno entre el cuento largo y la novela breve. El primero, que da título al volumen, nos presenta la figura de Anton Wanzl, un muchacho de origen modesto con una insaciable ambición: desde su más tierna infancia, se desvive por ser el más aplicado, el favorito de sus profesores, aquel en quien los adultos confían y que destaca por encima de todos sus compañeros. Lo que empieza siendo una encomiable dedicación al estudio se convierte, con el paso del tiempo, en una peligrosa actitud vital. Con una perspectiva nada complaciente y un ritmo narrativo ligero que le permite recorrer toda una vida en apenas quince páginas, Roth radiografía sin concesión alguna las relaciones humanas basadas en el interés y ajenas al calor de los afectos. Similar mirada inmisericorde es la que recorre las diez páginas que componen Bárbara, el segundo de los relatos, amargo retrato de la abnegación materna escrito desde un punto de vista alejado de las tradicionales visiones edulcoradas del tema. La profunda desilusión que traspasa las dos historias iniciales se relaja en la última, la de mayores dimensiones y la más popular de las tres: La leyenda del santo bebedor, en la que la dura mirada de Roth sobre sus congéneres se tiñe de ternura y melancolía. Su estructura y su número de páginas nos permiten considerarla una novela breve. A lo largo de sus veinticinco capítulos, acompañamos en sus evoluciones al entrañable Andreas, un minero emigrado de su Silesia natal que ha ido a recabar en París, donde desde hace años habita al amparo de los puentes del Sena. Un episodio que el protagonista no duda en considerar milagroso (la aparición de un elegante desconocido dispuesto a ayudarle con una importante cantidad de dinero) es el inicio de un encadenamiento de hechos afortunados que parecen ir a cambiar de forma definitiva su triste destino de indigente. La leyenda del santo bebedor fue escrita dos décadas después que sus compañeras de volumen y poco antes de que Roth muriera, consumido por el alcohol. Es evidente la simpatía con la que trata a su personaje, el vagabundo ingenuo y piadoso que se cree en deuda con Santa Teresita de Lisieux, a la cual intenta en vano devolver el dinero que le llega de forma milagrosa y que termina bebiéndose de taberna en taberna, en variopintas compañías. A riesgo de arruinarle la intriga a algún lector que desconozca la historia, me siento impelida a citar aquí la maravillosa frase final, que parece a la vez un ruego personal y un anticipo de la inminente desaparición de su autor: «Que Dios nos conceda a todos los borrachos una muerte tan dulce y tan bella». Con la fe que me proporciona la buena literatura, quiero creer que así fue en el caso de Joseph Roth. 

En la liturgia católica, la novena hora es el momento del día en que se conmemora la muerte de Jesús; coincide con las tres de la tarde y recibe también el nombre de Hora de la Misericordia. La novelista estadounidense Alice McDermott utiliza esta expresión para dar título a una historia que atraviesa tres generaciones y que, en última instancia, supone una reflexión sobre la muerte y la capacidad de perdonar. El punto de partida de la novela es el encuentro casual entre dos mujeres en el Brooklyn de principios del siglo XX. Ellas son Annie, la esposa de un joven inmigrante irlandés que acaba de poner fin a su vida, y la hermana St. Saviour, monja de un convento cercano que pasa frente a la casa al poco de suceder la tragedia y es requerida para dar consuelo a la reciente viuda, la cual, para mayor conmoción, está embarazada. Así surge una alianza que marcará el destino de las generaciones siguientes y que es un hermoso canto, nada dogmático ni ñoño, a la solidaridad y el apoyo mutuo entre mujeres. Se trata de mi primera incursión en el universo de esta narradora y he de decir que no podría haber sido más afortunado. Me fascinan su capacidad para crear una trama que nunca cae en lo trillado y que una y otra vez esquiva las previsiones del lector, así como la hondura con que se adentra en la psicología del universo femenino formado por Annie, su hija Sally y las monjas del convento que otorga trabajo y protección a ambas. La pragmática hermana St Saviour, la hermana Jeanne, llena de candor infantil, y la enérgica y áspera hermana Lucy son descritas con comprensión y riqueza de detalles, sin caídas en el sentimentalismo fácil. Lo mismo sucede con los personajes del mundo exterior, entre los que destaca la terrible señora Costello, enferma por antonomasia que pone a prueba la paciencia y la vocación de servicio de las hermanas. McDermott es además una fantástica creadora de ambientes. Son inolvidables las escenas (no puedo evitar el empleo de este término, como si estuviese hablando de una película) en las que Sally, ya una adolescente, comparte tarea y confidencias con la hermana Illuminata en la lavandería del convento. La humedad, el olor de los productos de limpieza, la blancura de las prendas interiores y el color negro de los hábitos forman un mundo sensorial en el que he quedado atrapada sin remedio. Otro pasaje extraordinario es la presentación de Sally, a la que vemos por primera vez viajando en dirección al parque encaramada al cochecito ocupado por un bebé, desde la perspectiva de otro niño que va sujeto en idéntica posición en un cochecito vecino. O el capítulo que narra el primer contacto de Sally con la realidad ajena al convento, durante un viaje en tren hasta Chicago, donde espera materializar su vocación religiosa. Alice McDermott ha sido mi último descubrimiento de este año recién terminado, lo que supone la apertura de una nueva puerta y la adición de un buen puñado de títulos a mi ya engrosada lista de lecturas pendientes. Soy afortunada.

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