Una vez más (y ya van unas cuantas),
caigo rendida ante el deslumbrante despliegue de belleza y emoción que supone
una muestra del fotógrafo Sebastião Salgado. Han
pasado ya varias décadas desde que lo descubrí a través de su serie Trabajadores,
impresionante testimonio de las labores afrontadas por seres humanos en
condiciones de extrema dureza, que representa un hermoso canto al valor del
trabajo y a la dignidad de los humildes. Muchos años después, tras brindarme la
oportunidad de presenciar el terrible destino de los expatriados en Éxodo,
de adentrarme en las tierras no contaminadas por la civilización en Génesis y
de asomarme a través de sus retratos al mundo interior de personas de diversa
raza y condición, plasmadas con increíble sensibilidad, Salgado me ofrece un
nuevo motivo de gozo con una exposición en la que se reúnen dos facetas suyas
que se complementan entre sí: su maestría fotográfica y su activismo a favor de
la conciencia medioambiental.
Visitar la exposición Amazônia, que
permanecerá en el Centro Fernán Gómez de Madrid hasta el 21 de enero, es toda
una experiencia. Nada más traspasar su umbral, se tiene la impresión de
ingresar en un ámbito mágico, desvinculado por completo del trasiego ciudadano
que se acaba de abandonar. Contribuyen a ello de forma decisiva la iluminación,
que se concentra en las fotografías y sume en la penumbra el resto del espacio,
y la banda sonora, compuesta por piezas de Jean-Michel Jarre y Heitor
Villa-Lobos en las que las notas musicales se funden con sonidos de la
naturaleza. En ese ambiente privilegiado (y más si, como me sucedió a mí, se
tiene la suerte o la previsión de entrar en un momento en que la afluencia de
público no sea excesiva), es fácil dejarse llevar por las múltiples sugerencias
que producen las imágenes de paisajes y habitantes del gran pulmón del planeta,
tan hermoso como amenazado.
Esta fotografía que muestra la
incidencia de la luz filtrada por las nubes sobre la cadena montañosa de
Marauiá, en el territorio indígena Yanomami, es un buen ejemplo de la capacidad
de Salgado para captar la belleza de los paisajes con su expresivo blanco y
negro. No se echa de menos el color en esta impresionante vista de los agudos
picos bañados por una iluminación casi sobrenatural. Lo mismo sucede en las
restantes imágenes que muestran aspectos variados de la naturaleza amazónica, como
la selva y su exuberante vegetación, el sinuoso recorrido de los cauces
fluviales y los increíbles «ríos voladores», corrientes de vapor de agua que
fluyen sobre el continente en dirección al océano Atlántico, portando más agua
que el propio Amazonas.
Estas tres aves que vuelan en ordenada
formación son, según informa la cartela, una pareja y un polluelo de guacamayo
rojo. Dicha información da para elucubrar sobre la identidad de estos tres
alados individuos: ¿Los padres vuelan a la par y la cría los sigue? ¿O uno de
los progenitores va protegiendo al pequeño y el otro —me niego a dar por
sentado que se trata del padre— ha elegido volar por libre? Otro motivo de
reflexión es el increíble sentido de la oportunidad con el que está realizada
la fotografía. Inmersas en un marco formado por las nubes, estas tres criaturas
voladoras forman, en mi opinión, una de las imágenes más espectaculares de una
muestra en la que abundan los motivos de asombro y admiración.
Amazônia supone también un emocionante
encuentro con las tribus indígenas, con sus costumbres y tradiciones, con sus
variados rasgos físicos y sus señas de identidad, con sus actividades diarias
y sus relaciones personales. Algunas fotografías nos muestran a individuos
inmersos en su entorno, en una hermosa fusión entre lo natural y lo humano, que
no difieren tanto en estos territorios que aún preservan formas de vida ancestrales.
En ocasiones, la presencia humana viene dada por la aparición de instrumentos
relacionados con la vida de las tribus, como en la fotografía que precede a
estas líneas. Las barcas varadas en la orilla del río Gregório son el signo de
la existencia de un grupo humano, el de los habitantes de la cercana aldea
yawanawá de Nova Esperança.
Se aprende mucho en esta exposición,
sobre todo si se dispone de tiempo para leer los carteles informativos y ver
los vídeos en los que representantes de las distintas tribus indígenas exponen
sus preocupaciones relacionadas con el destino de su entorno natural. Resulta
sorprendente conocer detalles sobre las distintas formas de vida y contemplar
el variadísimo repertorio humano, que dinamita la visión simplificadora del indígena
como un tipo semidesnudo y armado con una cerbatana. En este sentido, es
especialmente reveladora la galería de retratos que compone una parte
sustanciosa de la muestra. Según cuenta el propio Salgado, una sencilla
instalación formada por unas telas tendidas en medio de la selva fue el estudio
fotográfico por el que desfilaron los indígenas que quisieron ser retratados
por él. Niños y adultos, chamanes, cazadores, jefes, familias con sus hijos:
son muchos los individuos que posan, mostrando orgullosos a la cámara sus
mejores atavíos, sus trofeos de caza, sus mascotas, los símbolos de su poder o
de su estatus familiar, en una impresionante galería de tipos humanos. Algunos
son de un sobrecogedor primitivismo; otros muestran una increíble sofisticación
en su arreglo personal, como la comunidad yawanawá con sus impresionantes maquillajes
y tocados de plumas, o una exquisita delicadeza, como la bella muchacha
asháninka que acompaña a estas líneas. En cualquier caso, sus miradas y actitudes,
su seriedad o sus gestos espontáneos son un tesoro que se queda prendido en la
retina del visitante. Nos asombran sus peculiaridades y a la vez nos
reconocemos en ellos: somos tan distintos, tan iguales.
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