LECTURAS DE NOVIEMBRE (2023)
Una ballena viene a morir a una playa
de Civitavecchia. Es 1624 y la visión al natural de tan extraordinaria criatura
supone todo un acontecimiento. Al lugar acude un nutrido y variado grupo humano:
soldados, pescadores, campesinos, científicos, zoólogos, poetas, pintores, simples
curiosos. Unos quieren sacar partido de los monumentales restos, otros pretenden
inmortalizar al animal con sus palabras o pinceles, muchos desean solo
contemplarlo. Entre los que asisten al peculiar espectáculo está una niña de
siete años acompañada por su padre. Él es Giovanni Briccio, pintor y
comediógrafo, hombre de múltiples talentos que divide su vida entre diversas
actividades que nunca llegan a reportarle fama ni fortuna. Ella es su hija menor,
Plautilla, curiosa y despierta, que con el tiempo llegaría a convertirse en la
que se considera la primera arquitecta de la historia. Este es el atractivo planteamiento
de “La arquitectriz”, novela de Melania G. Mazzucco que debe su título
al neologismo creado en la época de la protagonista para reconocer la
singularidad de su labor; el hecho de que una mujer hubiera conseguido erigir edificios
en un mundo por completo masculino era un hecho tan excepcional que no podía designarse
con ninguna palabra ya existente. En torno a esta figura apasionante, Melania G.
Mazzucco construye una novela que supone un recorrido por el ambiente artístico
de la Roma del XVII y una inmersión en la personalidad y la vida afectiva de la
protagonista. El elemento que vertebra la historia es la relación de Plautilla
con su padre, el artista polifacético lleno de cualidades que nunca son
reconocidas; el hombre de su época que no presta atención a sus descendientes
femeninas, pero que en el fondo de su corazón sabe reconocer la valía de la
menos agraciada de sus hijas; el jefe de familia negado para la vida práctica
que arrastra a los suyos en constantes vaivenes económicos y cambios de
vivienda. Esta relación llena de claroscuros es reflejada por la escritora con conmovedora
sensibilidad. Toda la novela guarda un difícil equilibrio entre lo público y lo
privado, entre el pormenorizado reflejo de la sociedad de la época y la
plasmación de la intimidad de la protagonista, entre el realismo documental y la
expresividad de determinados elementos de la trama que cobran la categoría de
símbolos: la ballena que el padre de Plautilla le muestra al arranque de la
historia, como puerta de acceso a un fabuloso mundo de conocimientos; la villa
Benedetti, obra cumbre de Plautilla adulta, encaramada a una colina y con su original
fachada en forma de buque, emblema del viaje de su creadora hacia lo extraordinario.
«Fue su primo Bernardo quien le dijo a
Esteban que habían vuelto los tísicos».
Este es el contundente arranque de El miedo de los niños, novela breve ―o
relato largo― de Antonio Muñoz Molina en el que, como indica el título, se
explora el mundo de los temores irracionales que pueblan la infancia. Pero no
se trata de una infancia cualquiera, sino una bien concreta: la de un par de
primos que habitan en un barrio humilde y reparten su vida entre la escuela, la
calle y el cine donde hordas de chiquillos como ellos jalean estrepitosamente
las acciones de héroes que nada tienen que ver con su sombrío entorno. Es una
época de chismes y rumores, de historias improbables que aterrorizan a los más
pequeños, como la de los médicos que raptan niños para extraerles la sangre y
abastecer así a sus pacientes tísicos. Es también la época en que la polio
campa a sus anchas y condena a los afectados por ella a un prematuro simulacro
de la vejez. Bernardo, el primo del protagonista, es uno de ellos. Su
incapacidad para andar a un ritmo normal convierte los caminos de ida y vuelta
al colegio en largos trayectos en los que todo es posible. Él y su primo
Esteban, su fiel acompañante, se quedan solos en las calles vacías cuando
anochece, expuestos a la materialización de sus peores miedos. La leyenda que
convierte a los tísicos en un trasunto de los viejos vampiros le sirve a Muñoz
Molina para sumergirnos en una historia sobre la construcción imaginaria del
mundo, sobre el aprendizaje de la realidad y la pérdida de la inocencia. Tanto
Bernardo como Esteban comprenderán pronto que los auténticos miedos no están en
la fantasía: hay miedos reales, concretos, sórdidos, que les aguardan en cualquier
esquina de la vida. Esta infancia de los protagonistas es, sin duda, la de
Muñoz Molina, pero puede ser la de cualquiera de nosotros. Solo hay que
sustituir a los tísicos por el hombre del saco, los vampiros o los monstruos
escondidos bajo la cama en aquella bendita edad en que el terror habitaba
todavía en el mundo de la imaginación.
Por razones obvias, los lectores que
pasamos de cierta edad (maravilloso eufemismo) nos sentiremos atraídos por este
título de una forma distinta a los que andan aún en sus años lozanos. Al menos,
a esta lectora de edad más que cierta le ocurrió: No me acuerdo de nada
fue un reclamo que captó mi atención de forma automática desde un expositor
abarrotado de libros. Se trata de mi primera incursión en el universo de Nora
Ephron y ha sido una experiencia de lectura gratificante y divertida. Con
sentido del humor y extraordinaria capacidad para reírse de sí misma, Ephron
pasa revista a sus circunstancias presentes y a su pasado, desde un momento de
su vida –fue la última obra que publicó– en que tenía mucho que recordar y gran
sabiduría para exponerlo. El volumen arranca con el texto que da título al
conjunto, en el que la autora reflexiona no solo sobre el inevitable desgaste
de la memoria debido a los años, sino sobre su curiosa capacidad para no
guardar recuerdo alguno de hechos trascendentales en los que estuvo presente:
míticos partidos de tenis a los que asistió desde un asiento sin visibilidad,
manifestaciones en momentos cruciales de la historia cuya evocación queda
opacada por el robo de una cartera o por una intensa relación amorosa,
personajes famosos con los que coincidió en algún momento y de los que no
consigue recordar ningún detalle… «El pasado se me escapa y el presente
es una lucha constante», comenta la escritora sin ápice de
autocompasión ni dramatismo. En esa misma línea, en los siguientes textos que
componen el libro recupera anécdotas familiares y de su trayectoria
profesional, intercaladas con reflexiones sobre sus dificultades o pensamientos
actuales. No me acuerdo de nada me ha hecho reconocerme y, sobre todo,
sonreír durante la lectura. Solo me apena saber que a la mujer ingeniosa y
llena de energía que se adivina tras el libro le quedaba poco tiempo de vida
cuando escribió estas sinceras páginas sobre el difícil arte de no tomarse
demasiado en serio a uno mismo.
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