FELICIDAD
Es la palabra más empleada en estos días de diciembre en que uno va saltando de festivo en festivo, de reunión en reunión, de reencuentro en reencuentro. El calendario de este mes se me antoja una especie de océano sembrado de islas en las que debemos atracar por decreto. Algunas de ellas están rodeadas de apacibles playas que facilitan el descenso a tierra; otras tienen costas escarpadas que hay que escalar con esfuerzo. En la cima, nos espera esa reunión de amigos que produce incomodidad por razones no siempre comprensibles, esa presencia familiar que nos revuelve, ese pariente que nos convierte con su sola mirada en un niño timorato y vulnerable. Por fortuna, la estancia en tierra firme dura poco; en seguida hay que hacerse a la mar, rumbo a la siguiente isla. Cuando nos alejamos, resuenan en nuestros oídos los buenos deseos recibidos: feliz Navidad, felices fiestas, que seas muy feliz, te deseo mucha felicidad. En estos días de sobrealimentación y esfuerzos sociales, felicidad es la palabra más manida.
Hace unos días, conocí a un hombre feliz. Era, como sucede en los cuentos, una persona sencilla. No un millonario, no un privilegiado, no un tipo bendecido por la fortuna. No llevaba ropas caras ni conducía un último modelo; iba vestido con su uniforme azul marino, al volante de un autobús municipal. Yo salía de trabajar con la euforia que asalta a quien tiene las vacaciones al alcance de la mano. Me acomodé en el asiento individual situado justo detrás del conductor. Era un día luminoso, más luminoso aún para mí porque precedía a una serie de jornadas de libertad. Iba observando a los viajeros que se incorporaban en las sucesivas paradas. Prisas, rostros cansados, conversaciones laborales a través del móvil, pequeños gestos de crispación. Se me ocurrió en ese momento que yo era seguramente la persona más feliz del autobús. Entonces llegó a mis oídos una voz que canturreaba y comprendí que estaba equivocada.
El que había empezado a cantar al ritmo de una melodía que sonaba en la radio era el conductor. El volumen de la música era moderado y por ello se oía claramente su interpretación, no muy afinada pero llena de entusiasmo. Puede que, en otras circunstancias y con ese humor torcido que me ponen los madrugones, la soltura de aquel conductor de la EMT me hubiera parecido inadecuada, pero en aquellos instantes estaba dispuesta a encontrarle la gracia a cualquier cosa. Sonreí. Entonces, el espontáneo cantante interrumpió su solo y se puso a hablar. Pensé por un instante que se dirigía a mí y me sobresalté, pero pronto comprendí que estaba hablando por teléfono. Sin duda se dirigía a su pareja: su discurso estaba sembrado de apelativos afectuosos. Entre cariño y cariño, le fue describiendo su jornada. Al parecer, había empezado el día desplazándose en bicicleta desde su casa hasta la estación de metro. Según contó, había sido un paseo agradable: aquella combinación de transportes para acceder al trabajo de buena mañana le parecía a aquel tipo jovial el colmo de la comodidad. Llevaba desde muy temprano sentado al volante del autobús, pero eso también era un motivo de regocijo. En unos años, conseguiría un horario mejor. Y, mientras tanto, se consolaba con momentos de privilegio como el que estaba viviendo en ese instante.
—Vengo desde Callao, con el solecito, tan a gusto. Esto no es trabajo, no es trabajo, cariño —apostillaba.
He de aclarar que en ese instante el autobús se
deslizaba cuesta abajo junto a los jardines del Campo del Moro y que el sol de
invierno filtrado entre los árboles producía un esplendoroso efecto de luz. Ni
un semáforo en rojo interrumpió aquel descenso glorioso. Era, en efecto, un
momento de privilegio. La conversación telefónica seguía cuando el conductor
feliz me depositó en mi parada. Abandoné el autobús con algo de pena. Me bajé
pensando que desearle felices fiestas a una persona así sería una completa
redundancia.
Cada vez escucho a más personas desear encontrar la paz en lugar de reconocerse buscador de la felicidad...una buena definición de paz sería la ausencia del deseo permanente de búsqueda de la felicidad...uff, ¡qué descanso!...No pierdo la esperanza de que trasladen a tu conductor a una de las dos líneas que pasan cerca de mi casa...
ResponderEliminarSeguro que encontraría un motivo para alegrarse de dicho traslado. Y sí, ahora que lo pienso, yo misma soy un ejemplo de los que buscan por encima de todo la paz. Démosle otros nombres que suenen menos a cese de conflicto armado: la serenidad, el sosiego. Ya sabes que mi lema de los últimos tiempos es una expresión acuñada por un poeta de los tiempos de Octavio Augusto: "Beatus ille".
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