PRECAUCIÓN: DUENDES
La señal de
tráfico está situada en el arranque de una cuesta arriba, junto a un muro de
piedras irregulares que marca la frontera entre la calzada y el bosque. Debe de
llevar allí mucho tiempo; sin duda, ha estado presente en los últimos cinco
veranos y he tenido que verla incontables veces al regresar de la playa. No
sabría decirlo. Es una señal tan frecuente en zonas no urbanas que cuesta
fijarse en ella. Representa un ciervo en el momento de dar un airoso salto,
dentro de un triángulo con el borde rojo. Debajo, en un cartel rectangular,
aparece una precisión numérica:
Pero en esta ocasión, al enfilar la curva para iniciar el ascenso, algo llama mi atención. Hay un nuevo elemento dentro del triángulo blanco de bordes rojos. Como conduzco despacio, tengo tiempo de identificar al intruso, al menos parcialmente. Capto un gorro, una barba puntiaguda, una nariz prominente. ¿Es un duende el que cabalga sobre el lomo del ciervo? Me rindo a la evidencia: lo es. Me sonrío. Prodigios de la tierra galaica. Aunque no alcanzo a distinguir todos sus detalles, me parece que el gracioso personaje se está riendo y que me saluda alzando una mano. Este habitante inesperado de la señal, puedo asegurarlo sin temor a equivocarme, no estaba allí el verano pasado.
En los días siguientes, paso en varias ocasiones por el recodo donde se alza la singular señal de tráfico. En los casos en que voy acompañada, llamo la atención a los otros ocupantes del coche sobre la presencia del recién llegado y se produce una división de opiniones: alguien se ha tomado la molestia de pintarlo o se trata de una pegatina que encaja a la perfección sobre la silueta del ciervo, aunque no en tamaño. En una escala real, ese divertido geniecillo tendría la misma estatura que cualquiera de nosotros. Esta última es una observación harto inquietante para mí: los duendes, los gnomos y los habitantes de los bosques mágicos tienen en nuestra imaginación la gracia de lo diminuto. Por supuesto (¿acaso esperaba otra cosa?), a nadie parece hacerle demasiada gracia la modificación de la señal; nadie bromea siquiera con la posibilidad de mantenerse alerta durante los siguientes dos kilómetros más cien metros por si alguna criatura del bosque, real o quimérica, decide hacer su aparición. La niña que a temprana edad decidió que corzos y cervatillos tenían terrenos acotados para sus acrobacias se queda sola.
Un día en que vuelvo a pasar sin compañía por ese punto en el inicio de la cuesta, aparco el coche en una desviación próxima y me acerco a hacerle una fotografía a mi nuevo amigo. Vengo de una mañana de playa que se ha truncado por una niebla repentina que ha ido descendiendo por las laderas, como un brazo tendido hacia los escasos bañistas. Viéndolo a tan corta distancia, descubro que el duendecillo va sentado en una postura divertidísima, espatarrado, como un payaso en un número de circo. Se sujeta con la mano derecha a un punto mínimo del lomo de su cabalgadura; no cabe duda de que es un jinete portentoso. Tal como me había parecido, sonríe con la boca abierta de par en par. No me extraña esa manifestación de alegría: en las proximidades del Atlántico y en medio de la espesura, este gnomo y su ciervo viven en un sitio inigualable. Mientras tomo un par de fotografías, varios vehículos pasan muy cerca de mí porque el arcén es mínimo en ese tramo. Capto la sorpresa de los conductores. Les debo de parecer una excéntrica –además de una imprudente–, parada en un sitio tan estrecho, con la capucha puesta por la incipiente lluvia, haciéndole fotos a una señal de tráfico.
Al repasar las
fotos de mis vacaciones de julio, me he detenido a mirar esta imagen que, vista
desde la distancia y el agobio de un Madrid abrasador, me parece más evocadora
que divertida. Contemplándola, me vienen al recuerdo la brisa del cercano mar, la niebla que va
velando el paisaje, el olor del bosque. Me separan de esas sensaciones quince días,
pero también más de veinte grados y las noticias de temperaturas extremas y de sucesivos
incendios declarados recientemente en España y en la Europa mediterránea. Hectáreas
de terrenos calcinadas, masas forestales destruidas, personas y animales a la
fuga, presas del terror del fuego. La misma siniestra cantinela de todos los
meses de julio, de todos los agostos. Mi niña interior se
pregunta si, a estas alturas del cruel verano, el duende que cabalga a lomos
del ciervo seguirá sonriendo.
Me parece una idea encantadora lo del duende a lomos del corzo saltarín. Sería maravilloso encontrarse a ambos, a la vuelta de un árbol, en cualquier bosque. Preciosa entrada, amiga.
ResponderEliminarY a mí me parece, amiga mía, que tu niña interior sigue tan viva como la mía. Estaremos alerta por si se cruza en nuestro camino alguna criatura mágica.
EliminarPara contestar tu pregunta, acabo de mirar la situación meteorológica del lugar donde reside la senal... una máxima de 24 grados y lloviznas próximas, sí, el duende sigue sonriendo.
ResponderEliminarMientras ese duende siga sonriendo, mantendremos la esperanza en medio del inclemente calor y de la sequía pertinaz.
EliminarAy, qué bonita forma de ver la vida tuvo el que puso el duende! Y como siempre gracias por mejorar un verano especialmente adusto.
ResponderEliminarGracias a ti por tu comentario, en el que añades un elemento que he pasado por alto en mi entrada: el jovial e imaginativo punto de vista de la persona que colocó el duende a lomos del ciervo. Gente así contribuye a que los veranos sean menos adustos.
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