HELADOS QUE NO NOS COMPRARON
Voy por la calle camino del metro, ensimismada como de costumbre, cuando unas palabras pronunciadas por una voz ronca se cuelan en mis pensamientos. Son unas palabras enigmáticas, no tanto por su sentido como por el tono perentorio que las acompaña:
―¿Por qué no me compraste aquel helado?
En el silencio de la tarde, una tarde de ese verano impropio que nos ha asaltado en el mes de abril, la pregunta resuena y se amplifica por el entorno, un espacio entre dos edificios en el que hay varios focos de animación casi desiertos: una terraza de un restaurante, un pequeño parque infantil con sus atracciones coloridas. La persona que la ha lanzado es una mujer de edad indeterminada que está sentada en el suelo, en un rincón a la sombra. Tiene la espalda apoyada en un muro y un tetrabrik de vino sobre la acera, al alcance de la mano. Cuando estoy ya muy cerca de ella, vuelve a su discurso solitario:
―¿Por qué no me compraste aquel helado, hijo de puta? ¿Por qué no me lo compraste?
Su mirada perdida confirma lo que ya sé: no le preocupa si yo la escucho; no sabe, de hecho, que estoy allí. Paso a su lado sin mirarla directamente, con el corazón encogido por el desgarro de la voz y por el misterioso sentido de las palabras. ¿A quién irán dirigidas? ¿De qué helado estará hablando esta mujer encerrada en el doble refugio de la soledad y del alcohol? ¿Se trata realmente de un helado? ¿A qué época de su vida se estará remontando con el poder del recuerdo?
Durante
un rato, a medida que me alejo, la oigo repetir las últimas palabras, que
tienen más de queja y de reproche que de insulto: «¡Hijo de puta! ¡Eres un hijo
de puta!» Me interno en la estación de metro, de nuevo abstraída y al margen de
la animación que me rodea. Voy pensando en los helados que no me compraron, en
los deseos de la niña que va señalando con el dedo cuanto se le antoja y que se
da de bruces con el incómodo aprendizaje del «no». Pronto la
niña cede el paso a la adolescente que no siempre recibió ―ilusa lectora
empedernida― las maravillas que pensaba que toda existencia depararía. En la
joven, en la mujer madura, en la retahíla de negativas que compone la sustancia
de la vida. En los detalles que no se materializaron, en las ilusiones
efímeras, en las miradas y gestos de afecto que no llegaron a ser. El metro
entra en la estación y frente a mí se abren las puertas de uno de los vagones.
Subo y observo a los otros viajeros. Los veo charlando (los menos) y abstraídos
en sus móviles (los más). Pienso en el sinfín de helados que no nos compraron y
que permanecen almacenados, milagrosamente incólumes, en algún rincón de
nuestra memoria.
Es una idea que quiza nos persigue a todos. Por qué aquello que deseábamos tanto se esfumaba sin razón. Es terrible recordar y recordar, aunque huyas de hacerlo. Y la expresión "hijo de puta" enlaza con la imposición del que tiene el poder. Me desasosiega. Gracias por tu esfuerzo
ResponderEliminarPuestos a meditar sobre el desasosiego, a mí me inquieta pensar que lo que tanto deseamos y se esfuma sin razón habría perdido valor en caso de hacerse efectivo: una vuelta de tuerca más en el desasosiego. Por cierto, qué hermosa palabra y qué poco usual. Gracias por tu comentario, Lola. Siempre es una alegría encontrarte en este espacio.
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