Acudo
con auténtica emoción a la muestra de la obra de Leonora Carrington que, bajo el título de Revelación, se exhibe en la Fundación Mapfre. A
juzgar por la gran afluencia de público, deduzco que dicho título es
acertado: son muchos los que acuden deseosos de contemplar al natural las
pinturas de esta autora poco conocida en nuestro país y sobre la cual no se
había realizado hasta el momento una exposición individual. En mi caso, se
trata de una artista con la que siento hace tiempo una vinculación especial y a
la que he seguido en sus variadas facetas creativas, entre ellas la literaria.
Se diría que me dispongo, por tanto, a conocer en persona a una amiga con la
que mantengo desde hace años una intensa relación en la distancia.
Cómo
elegir entre todas las imágenes y sensaciones que me brinda esta amplia
exposición antológica. Nada más ingresar, me encuentro con una serie de figuras
femeninas a la vez etéreas y oscuras, herederas del mundo de los cuentos de
hadas y con reminiscencias del simbolismo del tarot. Ellas forman la serie Hermanas
de la Luna, un conjunto de acuarelas que representan a seres sobrenaturales
con una presencia poderosa, a medio camino entre la evocación de divinidades
paganas y la preocupación de la autora por el papel de la mujer en el mundo
real. Entre todas ellas, me atrapa de inmediato la titulada Fantasía, que
representa a un ser alado de intensa mirada, que toca el violín para un séquito
de pequeñas hadas que danzan en torno a ella. Informa la cartela de que
Carrington sacó su inspiración para estas figuras del mundo de los relatos
tradicionales que conoció desde pequeña gracias a su madre y a su niñera, ambas
de origen irlandés. Y, en una hermosa cadena de transmisión femenina de la
magia y la imaginación, la madre de Leonora utilizó estas acuarelas para ilustrar
las historias que le contaba a su nieta, sobrina de la artista.
Continúo
mi andadura por la exposición. Los carteles informativos me hablan del contacto
de Leonora con grandes representantes del surrealismo, de su huida con Max
Ernst de una casa familiar en la que se siente atrapada, de la soledad por la
carencia de lazos de sangre, del terrible episodio de su violación y su caída
en la enfermedad mental. Esos mismos acontecimientos y emociones me llegan a
través de sus obras, que transmutan con extraordinario pulso creativo la dureza
de la realidad en visiones inquietantes, perturbadoras, originalísimas. Me
detengo largo rato frente a un cuadro apaisado que en una primera mirada me
evoca la inocencia de las pinturas murales del Renacimiento más temprano, con su
sentido narrativo y su disposición en un marco arquitectónico que tiene mucho
de escenario teatral. Se titula La casa de enfrente y es un compendio de
obsesiones y motivos recurrentes en la obra de su autora.
Me
informa la cartela de que en este edificio sin muros, accesible a la mirada de
todos, se yuxtaponen diversas moradas de Leonora: la casa de su infancia, la
que compartió con Max Ernst en Francia, el sanatorio de Santander donde estuvo
ingresada, la vivienda que ocupaba en México durante la realización de esta
pintura. Este mundo creado a base de la libre unión de tiempos y espacios está
habitado por figuras fantasmagóricas, híbridos de humanos con los reinos
animal, vegetal y mineral, que transitan de una habitación a otra a través de
huecos en paredes o suelos, subiendo escaleras empinadas o precipitándose al
vacío. Es una visión llena de sugerencias, que no se termina nunca de
contemplar del todo. Tengo la fascinante sensación de encontrarme delante del
alma de Leonora, abierta para su contemplación.
Un
remanso de paz y de ternura: un precioso objeto de madera que ocupa una esquina
de una larga sala poblada por inquietantes plasmaciones del subconsciente. Hay
algo extraordinariamente ingenuo en su apariencia de juguete, en la suavidad de
tonos de su policromía. Es una presencia tranquilizadora, que a medida que se
tiene cerca va revelando su auténtica condición. Se trata de una cuna con forma
velero, erigida sobre una superficie curva que evoca el movimiento del mar. Fue
construida por José Horna, el artista español exiliado en México, para su hija
Norah. Leonora, gran amiga de José y de su esposa Kati, decoró el casco del
barco-cuna con una serie de misteriosas criaturas extraídas del lado más amable
de su imaginario personal. Cabe suponer que, tumbada en su singular lecho, la
pequeña Norah surcaría la noche inmersa en un deslumbrante mundo de sueños.
Comentarios
Publicar un comentario