UN DESCENSO AL PARAÍSO

Me asomo desde el mirador y pienso: el paraíso. Es una palabra manida y lo sé. Como sueño, como magia. Todo el mundo las emplea y las redes sociales desbordan de pies de foto que hablan de sueños por cumplir, de momentos mágicos y de paraísos. Una de tantas palabras gastadas hasta la trivialización. Aun así, insisto en emplearla. Repito para mí: es el paraíso. No se me ocurre otra palabra mejor.

Mi paraíso no tiene palmeras ni arena blanca y, para acceder a él, hay que bajar por un sendero pedregoso con una inclinación escasamente compatible con la tranquilidad y las poses fotogénicas. Tiene además unas aguas revueltas, está cercado por acantilados escarpados y, bajo la espuma de sus olas, acechan unas rocas afiladas que asoman de forma intermitente, como para advertir del peligro de bañarse. Es, qué duda cabe, un paraíso para mentes tortuosas. Cuando consigo al fin pisarlo, descubro una pequeña cascada que se precipita ladera abajo, junto a un tronco derribado que parece dar la bienvenida a los paseantes extraviados. Sobre él dejo mis pertenencias y me dispongo a recorrer la playa.

El suelo está cubierto de piedras pequeñas, redondeadas por el vaivén de las aguas. Camino por la orilla, donde están empapadas y relucen con sus variados colores: gris, ocre, blanco, verde, naranja. Son bellas y coloridas y parecen contener en su interior el mar. Cada cierto tiempo, una masa de algas me corta el paso con la incertidumbre de su blandura. Los pies se me hunden en ellas y tengo la sensación de que no hay tierra debajo. Es como irle pisando las barbas al Cantábrico. Mi viaje de ida transcurre entre las piedras que se desplazan bajo la suela de mis sandalias y las algas que ceden, elásticas y juguetonas. Nada de eso facilita la acción de andar y por eso tardo en llegar al final de la playa, donde se alzan formaciones rocosas que impiden el paso. Es un paisaje lunar. No se puede ir más allá; emprendo el viaje de vuelta.

Decido regresar por la parte alta de la playa, al pie del acantilado. Allí las piedras están secas y han perdido su vistoso colorido. Permanecen apagadas, a la espera de que la marea alta las reavive. Entonces veo de reojo lo que me parece una mariposa que revolotea junto a mí. Miro mejor y descubro que se trata de un pedazo de plástico llevado por la brisa. Es un fragmento pequeño de un envoltorio, imposible saber de qué. Se queda quieto a mi lado y me inclino a tomarlo entre mis dedos. Siento cierta sorpresa: es el primer rastro humano que veo desde mi llegada a este paraje desierto al que me empiezo a acostumbrar. Sigo andando. Frente a mí se despliega la línea que han dejado las olas más altas. Como si una mano gigante hubiera trazado una raya oscilante de extremo a extremo de la playa. Y, dispersos en esa raya, como voy descubriendo a medida que avanzo, se encuentran los restos que ha arrojado la marea. Primero es un vaso de plástico roto. Más adelante, fragmentos de una red, varios tapones de recipientes que habrán ido a parar a alguna otra playa, trozos de bolsas de aperitivos. Los voy recogiendo. Mi mente fabuladora se pone a funcionar: ¿qué mano habrá abierto esa bolsa, dónde estará el niño que bebió de la pajita que ahora recojo, adherida a un trozo de alga? ¿A qué costa lejana habrá ido a parar la botella que se corresponde con el tapón semienterrado entre piedras? ¿A qué objeto pertenecerá el fragmento inidentificable de color rosa, al que las olas han otorgado una forma redondeada? Pronto la curiosidad va cediendo paso a una sensación de desaliento, a medida que los restos rebosan el vaso de plástico en que los he ido metiendo. Cuando llego por fin a mi punto de partida, el ruido de la cascada ya no me parece tan jovial como al principio. Recojo mis pertenencias y me alejo portando mi carga de desperdicios. ¿Son imaginaciones mías, o el ruido del mar a mis espaldas es una forma de queja…? Mientras emprendo la subida por el empinado camino, voy pensando que los paraísos quizá convenga mirarlos desde lejos.


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