UN MENDIGO
Colonia
y Bonn están separadas por veinticuatro kilómetros y unidas (o tal vez debería
decir separadas, una vez más) por varios tranvías que describen un recorrido
elíptico u oval, en las antípodas de la línea recta, en el curso del cual realizan innumerables
paradas. Lo que podría ser un trayecto de veinte minutos se transforma en un
viaje de más de una hora: el viajero tiene así la sensación de estar
desplazándose a una distancia mucho mayor de la real. Estos tranvías lentos y populosos
son a medias desesperantes y divertidos; si uno consigue olvidar su propósito
inicial de acceder a la ciudad vecina, puede entretenerse viendo desfilar por
su vagón un auténtico micromundo. He de añadir aquí que las constantes paradas
que realizan estos simpáticos vehículos están aderezadas por un punto de
incertidumbre e incluso de suspense. Las puertas se abren y cierran con pasmosa
regularidad, durante apenas unos segundos; el viajero despistado o lento de
reflejos se expone a ser aprisionado por las hojas que se cierran de forma
inflexible, con precisión alemana. Esto es lo que estuvo a punto de suceder
frente a mis ojos el lunes de la semana pasada.
Regresaba
yo de una plácida visita a Bonn y estaba ya en los suburbios de Colonia. De
hecho, la catedral había aparecido en el horizonte hacía un rato, pero con
coqueta esquivez se había ocultado tras filas y filas de edificios, en calles
inidentificables para mí. El tranvía en cuestión había sufrido un considerable
retraso al permanecer detenido largo rato en una estación en mitad del campo,
por razones que el conductor explicó puntualmente por megafonía en pulido
alemán y sobre las cuales solo me quedaba elucubrar. Venía yo cansada y
satisfecha a partes iguales, como solo puede estarlo un turista. El balanceo
del vehículo me estaba adormeciendo. Entonces me sobresaltó un revuelo que agitó
el abarrotado vagón. Miré por la ventanilla y vi la causa: dos señoras mayores
avanzaban por el andén a toda la velocidad que les permitían sus pobres piernas, con la
clara intención de no perder el tranvía. Una de ellas se apoyaba en un bastón.
Las amenazadoras puertas estaban abiertas y –todos los que viajábamos en el
vagón lo comprendimos— no estaban dispuestas a ralentizar su ritmo inflexible, ni
siquiera por respeto a los achaques y a las canas. Las ancianas, sin embargo,
no se arredraron y continuaron su avance suicida. Se les iba la vida, al
parecer, en subirse a ese tranvía y no tener que esperar al siguiente.
Varios pasajeros que viajaban de pie reaccionaron al unísono: brazos y piernas se asomaron por la puerta para evitar que esta se cerrara. El ascenso de las ancianas se realizó sin mayores problemas; consiguieron subir al vagón, sonrientes y agradecidas, y todos suspiramos de alivio. Y justo en ese momento, cuando pareció que todo había terminado y cada cual podía regresar a su abstracción, su adormecimiento o su teléfono móvil, fue cuando empezó el espectáculo.
Una
de las extremidades benefactoras que habían impedido el cierre de las puertas
lo había hecho a una altura sorprendente. Era una pierna cubierta por un pantalón
raído, por cuyo bajo asomaban una pantorrilla curtida por el sol y una playera
de color rojo. Pierna, pantorrilla y pie se habían elevado sobre las cabezas de
los viajeros, en un alarde de flexibilidad. Y así se quedaron cuando se cerraron
las puertas y las hojas aprisionaron la extremidad a la altura del tobillo.
Todos fijamos nuestra atención en su dueño, olvidados ya de las ancianas
intrépidas. Era un hombre muy alto y mal vestido, con barba enmarañada y ojos desorbitados.
Llevaba una profusión de objetos –una mochila, un monopatín, una botella de ginebra–
que había dejado caer al suelo ante el inesperado final de su osada pirueta.
Ahora pegaba saltos sobre su única pierna libre para mantener el equilibrio,
sin buscar punto de apoyo alguno con las manos. Yo lo miraba con una mezcla de angustia
y fascinación. Era un mendigo y un borracho. Era un acróbata.
Tras
unos segundos de incertidumbre, las fauces metálicas se abrieron lo bastante
para liberar el tobillo prisionero y el tranvía reemprendió su marcha. El
hombre se había dejado caer al suelo, más en un final estudiado que en una
pérdida real de equilibrio, y allí permaneció, sentado plácidamente, rodeado
por sus pertenencias. Abrió su mochila y empezó a extraer varios objetos que
fue disponiendo frente a él. Una bocina en forma de pera, varios globos
desinflados, un xilófono viejo, con teclas coloridas, de esos que todos hemos
aporreado con fruición en nuestra infancia. Cuando todo estuvo a su gusto, alzó
la vista, miró a su auditorio e hizo sonar la bocina a modo de aviso. Empezaba
la función.
A
esas alturas, el auditorio del mendigo actor estaba compuesto exclusivamente
por mi acompañante y por mí, más una pareja de preadolescentes que, muertos de
risa, habían sacado los móviles y estaban grabando la escena. El resto de
viajeros había desaparecido tras las pantallas de sus teléfonos, había clavado
la vista en el paisaje urbano o dialogaba quedamente con su compañero de
asiento. Sin arredrarse por la indiferencia general, el animoso cómico inició
su actuación. Tocó el xilófono, infló globos y los fue colocando en distintos
puntos del vagón. Era en esos instantes un niño enorme y gozoso, dedicado por
completo al acto de jugar. El momento culminante llegó cuando se subió al
monopatín y recorrió el pasillo en un equilibrio inestable que me atrevo a
calificar de milagroso. Para celebrar el éxito de su ejecución, apuró la
ginebra que le quedaba e hizo una reverencia. No sé si esperaba aplausos; tal
vez los estaba oyendo, en su mundo interior. Con idéntico cuidado al que puso
para extraerlas, volvió a meter sus pertenencias en la mochila y se dejó llevar
por la riada de viajeros que bajaba en la siguiente estación. La función había
terminado. Los viajeros recuperamos el silencio, la tranquilidad de no ver estrellarse
al arriesgado artista, que había ido a otro lugar a improvisar sus peligrosas
piruetas. Se habría dicho que no había pasado nada, de no ser por las risas de
los muchachos que revisaban el vídeo y por la presencia de la botella vacía en
medio del vagón, frente a la puerta, como un recordatorio mudo y melancólico.
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