LECTURAS DE JUNIO (2022)
Una
mujer evoca la figura de su padre, un hombre que desapareció sin dejar rastro,
abjurando de su pasado, sus lazos familiares y posesiones, en una extraña
atracción por una vida de absoluto despojamiento. Dos amigos cuya relación
terminó de la peor manera posible y que son recordados por los testigos del
proceso que los condujo hacia el abismo. Un hombre solitario a la espera de la
muerte que recibe a un visitante interesado en saldar una deuda del pasado.
Estos son los protagonistas de las tres novelas breves de Luis Mateo Díez
recogidas bajo el título de la primera de ellas, El fulgor de la pobreza. Tres
historias sobre la dificultad y el misterio de las relaciones humanas, sobre
las insondables fuerzas que nos arrastran, sobre las extrañas alianzas y
enemistades que se esconden tras los conocidos ―y tranquilizadores― nombres de
padre, amigo, familia. Con su prosa demorada y exquisita, Luis Mateo Díez se
pasea por los sentimientos y circunstancias de sus personajes, habitantes de
lugares geográficos a medias imaginarios y reconocibles, que responden a los
sonoros topónimos de Armenta, Solda y Oceda. Lo mismo sucede con estas
historias que nos resultan a la vez extraordinarias y cercanas: estos seres que
eligen las opciones menos esperables nos parecen en principio muy ajenos a
nosotros, pero nos dejan, una vez que hemos cerrado las páginas del libro, la
incómoda sensación de haber sacado a la superficie una parte de nosotros que
habitaba en lo más hondo y que desconocíamos.
«…
han acusado de homicidio a nuestro buen amigo don Miguel de Cervantes y lo han
encerrado en la cárcel de la corte junto con sus hermanas, su hija y su
sobrina. Está tan abatido y apesadumbrado que ni habla ni come, ni parece que
quiera seguir viviendo…». Esta es la misiva que pone en funcionamiento la trama
de esta divertidísima novela de Juan Eslava Galán. Ante la petición de ayuda
acude a la corte, situada en ese momento en Valladolid, un joven caballero
resuelto a desentrañar el misterio y a eximir de culpa al escritor y a su
familia. Pero dicho caballero es en realidad una dama que se sirve del hábito
masculino para recorrer sin peligro los caminos y afrontar situaciones incómodas
para su condición de mujer. En el más puro estilo de las novelas cervantinas y
las tramas lopescas, la sagaz Dorotea de Osuna se transforma a voluntad en don
Teodoro de Anuso, y con esa doble personalidad se lanza a investigar en los
entresijos de la corte para dar con el auténtico responsable del crimen que en
tan grave aprieto ha colocado a su admirado don Miguel. Sus entrevistas con
personajes de diversa condición y sus visitas a los más variados ambientes dan
la oportunidad al autor de demostrar un increíble conocimiento de la vida a
comienzos del siglo XVII. A eso se une el prodigioso empleo del idioma, a medio
camino entre la evocación de la lengua literaria de la época ―los guiños
cervantinos son constantes― y una fluidez grata para el lector moderno. Para mi
doble faceta de amante del Siglo de Oro y aficionada a las tramas policíacas,
esta novela ha sido todo un regalo. De la mano de Dorotea-Teodoro, he entrado
en palacios y tabernas, he paseado en carruaje, he asistido a celebraciones
fastuosas, me he internado en callejones oscuros, me he enfrentado a
espadachines y sobrevivido a emboscadas, he descubierto conspiraciones y he
visitado los mentideros, donde se hacen y deshacen las honras de los ciudadanos
a golpe de rumor. Al llegar a la última de sus páginas, he podido exclamar,
igual que la protagonista cuando contempla la bella panorámica de Valladolid a
través de la ventana de su carroza: «La vida: ¡qué esplendor!»
Cada
cierto tiempo, siento la imperiosa necesidad de leer una novela negra. Durante
años he sido fiel a las aventuras protagonizadas por los detectives de Henning
Mankell, Andrea Camilleri o Donna Leon; en los últimos tiempos, en cambio,
encuentro un singular placer en descubrir a autores de variadas nacionalidades
y acercarme de esta forma ―la novela negra es, entre otras cosas, una
interesante radiografía social― a otras realidades. Fue así, por pura
curiosidad y afán de novedad, como recabé en una obra del islandés Ragnar
Jónasson, Niebla en el alma. De esta manera me trasladé a la remota localidad
de Siglufjördur, un pueblo pesquero del norte de Islandia ―el norte de todos
los nortes― accesible solo por medio de un túnel que atraviesa la accidentada
orografía de la zona. Allí conocí al joven Ari Thór, un policía procedente de
la capital que sobrelleva a duras penas el apartamiento y su condición de
forastero. Cuando había avanzado ya en la lectura descubrí que el libro era el
tercer título de una saga, la denominada Islandia negra, y me apresté a
ponerme al día leyendo las dos anteriores entregas y a continuar la peripecia
del joven y desclasado protagonista con la cuarta parte, que es esta que acabo
de terminar, La noche eterna. Siento, en consecuencia, una enorme
sensación de familiaridad con respecto al solitario Ari Thór, huérfano desde temprana
edad, cuyos únicos vínculos personales son los que mantiene con su novia
Kristín y con su jefe Tómas, y cuya trayectoria un tanto diletante ha pasado
por objetivos tan dispares como los estudios de teología y la investigación
criminal. Y, como no podía ser de otra forma, siento también una honda
fascinación por el otro gran protagonista de la saga, el impresionante paisaje
norteño, por sus granjas apartadas y sus interminables días de verano, por sus
fiordos recónditos, sus vertiginosos acantilados y sus opresivas noches de
varios meses, todos ellos elementos capaces de dar cobijo, como nos demuestra
Ragnar Jónasson, a los más oscuros y peligrosos impulsos humanos.
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