DOS FOTOGRAFÍAS, UNA VIDA

La primera fotografía muestra a tres personajes en un interior humilde, recortados sobre un muro de superficie irregular y color blanco. Dos están sentados; uno de ellos, ataviado a la manera tradicional marroquí, clava en el objetivo ―y, por ende, en nosotros, sus observadores― una mirada penetrante. El otro, sentado a su lado y vestido a la occidental, está vuelto hacia su compañero, que es, sin duda, el protagonista del retrato. Hay algo inquietante en esta imagen, en el contraste entre la actitud de los dos personajes, la aplastante seguridad en sí mismo que destila el tipo de la chilaba frente a la incomodidad del trajeado, que no parece apoyar todo su peso en la silla, como si una incertidumbre le impidiera relajarse. Pero lo más extraño es la silueta oscura que se cierne sobre la pareja: un hombre al que apenas se le adivinan los rasgos faciales, erguido y expectante, que proyecta sobre la pared su sombra, como si se tratara de un doble vigía. No podemos ver al cuarto personaje de esta peculiar escena aunque nos gustaría, porque es una pieza fundamental de esta historia. Pero el personaje en cuestión está detrás de la cámara. Es un joven de diecinueve años que se enfrenta al desafío técnico de realizar un retrato en tan limitadas condiciones de luz, sin producir ningún ruido ni movimiento que cause una reacción indeseada en el esbirro que vigila con actitud amenazadora. La fotografía muestra, como se deduce del juego de miradas y de las actitudes corporales, un momento de gran tensión.

Es el año 1922. El periodista Luis de Oteyza se dispone a realizar un reportaje sobre la guerra de África, en el curso del cual se entrevistará con Abd el-Krim, el líder anticolonialista que acaba de obtener una rotunda y sangrienta victoria sobre los españoles en el conocido como “Desastre del Annual”. Necesita un colaborador que levante testimonio gráfico y acude a Alfonso Sánchez García, iniciador de la saga de fotógrafos que lleva el nombre de pila de varios miembros de la familia: Alfonso. Será su hijo mayor, un joven que aún no ha alcanzado la veintena y al que se conoce con el cariñoso apelativo de Alfonsito, quien se una a la peligrosa expedición. La entrevista con el líder rifeño no transcurre en el más distendido de los ambientes; está siempre presente un guardaespaldas que, según se informa a los españoles, no dudará en disparar ante cualquier movimiento o actitud que considere sospechosos. Alfonsito, que a pesar de su juventud se ha curtido en las calles captando imágenes de tipos populares y de la vida cotidiana de la capital, comprende que el fogonazo de magnesio necesario para iluminar el retrato supone un riesgo terrible para el entrevistador y para él mismo, así que toma la decisión de prescindir de dicho recurso y realiza, con admirables pericia técnica y sangre fría, una impresionante serie fotográfica en la que inmortaliza al líder rifeño en compañía de Oteyza o en solitario. 

La segunda fotografía, de dudoso enfoque, muestra a un anciano de orgulloso porte al pie de una escalera. En primer término, robándole casi el protagonismo al retratado, se yergue una cámara de placas. Esta imagen lanza al que la contempla indicios contradictorios, en primer lugar sobre el momento en que fue realizada: podría parecer un retrato antiguo, dada la indumentaria del anciano, ataviado con la tradicional capa española, pero a la vez hay algo en la naturalidad con la que este posa que nos remite a tiempos más recientes. La siguiente duda que se suscita es el lugar que sirve de escenario: ¿es la escalinata de una lujosa mansión o se trata, como parece indicarnos la presencia de la máquina, del decorado de un estudio fotográfico?


Es el año 1990. Alfonso Sánchez Portela (el Alfonsito de nuestra anterior historia) tiene ochenta y siete años y posa para su amigo y colaborador Gonzalo Casado en su estudio de Gran Vía. Lo hace portando su querida capa española (no en vano es miembro de la asociación Amigos de la Capa) y situado frente a uno de los decorados más emblemáticos de su estudio: el que representa una escalinata. Al fotógrafo le quedan pocos meses de vida y la imagen es la plasmación de un mundo que se disuelve, y no solo a nivel personal: la fotografía de estudio ha caído en franco declive y la firma Alfonso tiene más prestigio como fuente de imágenes históricas que actividad real. Entre esta foto y el retrato de Abd el-Krim han pasado siete décadas de trabajo en constante contacto con la realidad española, imágenes emblemáticas como la que recoge a la multitud celebrando la proclamación de la Segunda República, estremecedores testimonios como los que reflejan la violencia y el terror de la guerra civil, momentos duros como la prohibición de ejercer como reportero gráfico durante los primeros años de la dictadura, encuentros singulares con escritores que quedaron inmortalizados por la sabiduría de un captador nato de la naturaleza humana. Con esta fotografía termina la interesante muestra de la Fundación Canal en la que, bajo el agudo título de Cuidado con la memoria, se exhiben fotografías de los integrantes del clan familiar Alfonso. Quiero ver en el desenfoque de este retrato último de Alfonso Sánchez Portela un expresivo símbolo de la vida que se va difuminando, a punto de llegar, como no podría ser de otra manera en un mago de la imagen, al fundido a negro final.




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