MI NUEVO VECINO

El nuevo habitante de mi barrio se ha instalado de madrugada, sin duda para esquivar la curiosidad de los vecinos, ya que la suya ha sido una mudanza complicada. Viene con todos sus papeles en regla ―no es un indocumentado cualquiera― y, a pesar de la discreción y nocturnidad de su llegada, los medios se han hecho eco de inmediato de sus datos personales. Nos enteramos así de que es catalán, de la provincia de Girona, aunque su línea familiar se pierde en los remotos territorios del Cáucaso. Sin ser abrumador, tiene una talla más que aceptable: se puede ver en la prensa un gráfico comparativo con sus homólogos de otras ciudades del mundo, gracias al cual descubrimos orgullosos que nuestro abeto navideño de Plaza de España puede mirar frente a frente al de Bruselas, y que solo le tosen el neoyorquino (por seis miserables metros) y, como no podía ser de otra forma, el de la Plaza de San Pedro en Roma. Como ya es tradicional, los españoles solo agachamos la cerviz frente a la Santa Madre Iglesia. Faltaría más.

El programa de actividades que aguarda a mi nuevo vecino está publicado en la prensa con todo detalle. Se puede leer el número exacto de bolas, caramelos, cordones luminosos y cajas de regalos que lo adornarán, así como la fecha del inicio del alumbrado navideño, del cual él será una de las estrellas. Instalarlo en ese rincón de la remozada plaza de la capital ha costado más de cien mil euros, pero tranquilos: el espíritu de la Navidad bien lo vale. Y para reticentes, ecologistas cerriles y aves de similar plumaje, se esgrime un certificado lleno de siglas y términos en inglés que garantiza que su cultivo se ha llevado a cabo conforme a estrictos estándares de respeto medioambiental y sostenibilidad.

Solo un pequeño detalle ha encontrado escaso eco en los medios: el estelar abeto de dieciocho metros carece de cepellón. Lo han talado para traerlo a decorar la Navidad madrileña y después será convertido en madera. Es un bonito cadáver que de momento luce erguido y verde, rodeado de ciudadanos y turistas que lo miran asombrados y se hacen selfis junto a su imponente figura, pero que en cuanto se apaguen los ecos de la festividad de los Reyes será desmantelado con la misma impávida eficacia con que se desechan los demás restos de las fiestas. Iba a decir que su visión me causa enorme tristeza, pero añadiré que también me hace hervir la sangre. Así de estúpida soy. Al fin y al cabo, es solo un árbol.

Comentarios