LECTURAS DE JULIO (2021)
Apenas iniciada la veintena, el poeta británico
Philip Larkin escribió esta hermosa y melancólica novela que ―no podía ser de
otra forma― habla sobre la juventud, pero también sobre la pérdida de las
ilusiones, la búsqueda de un espacio propio y la dificultad para encajar en el
mundo. Larkin tiró de sus propias vivencias en Oxford para crear la historia
del recién llegado John Kemp, un becario de origen humilde y escasa experiencia
en las relaciones sociales, que por azares del destino se ve obligado a
compartir habitación con Patrick, un joven rico y despreocupado, con nulo
interés en los estudios y sin otro objetivo vital que satisfacer sus propios
caprichos. Este inesperado compañero está rodeado por una ruidosa y
desconsiderada tropa de estudiantes de su misma clase social, un auténtico muro
contra el cual se estrellan una y otra vez los intentos de integrarse del
protagonista. Este, aquejado por una soledad insoportable, acudirá a su
fantasía y a la invención de una hermana brillante, resuelta y llena de afecto
por él: la joven Jill. Sorprenden en un autor tan joven la fluidez de la
narración y la belleza del lenguaje, pero más todavía la sabiduría con la que
retrata la psicología de los personajes y el profundo desencanto que se
desprende de las peripecias de estos. Jill es una sorprendente primera
novela, dotada de esa suave tristeza con que repasa la juventud aquel que la
observa desde la distancia y escrita, sin embargo, por un autor que acababa de
ingresar en ella.
Desde que Raymond Chandler creó a su
inmortal detective Philip Marlowe, ha habido una larga serie de protagonistas
de novela negra que se han alineado en el lado del antihéroe. Bebedores,
solitarios, fracasados en sus vidas familiares, endurecidos a base de golpes;
los hemos visto sufrir y tambalearse, tropezar incontables veces en piedras con
forma de mujer fatal o de falso inocente, incorporarse cada día a su trabajo
con el duro peso de la maldad humana sobre sus hombros. Como buena aficionada
al género negro que soy, estoy familiarizada con este tipo humano y sus
variantes, pero puedo afirmar que nunca antes había visto sufrir a investigador
de ficción alguno como lo hace Tomás Abad, el protagonista de Insomnio, primera novela en solitario
del guionista de cine y televisión Daniel Martínez Serrano. Hago hincapié en la
condición de debutante del autor porque quizá su inexperiencia sea la raíz del principal
problema de esta novela que tiene, por lo demás, sobradas virtudes para
resultar atractiva: el personaje central arranca la historia en un punto tan
alto de angustia y desesperación que es difícil ir más allá y trazar esa curva
ascendente que todo lector ―al menos, esta lectora― espera a medida que avanza
la trama. Tomás Abad es un antiguo policía expulsado del cuerpo y obligado a
ganarse la vida como vigilante en un cementerio. Se ha granjeado el frontal
rechazo de sus compañeros y de la opinión pública por su actuación en un caso
de asesinato cuyos detalles irá desvelando paulatinamente el autor. El peso de
la culpa por lo que entonces sucedió es la causa del terrible insomnio que da
título a la novela y que sitúa al personaje al límite de su resistencia física
y mental. En ese viaje al pasado en el que acompañamos al sufrido protagonista,
nos remontamos a un suceso especialmente cruel y aterrador, el hallazgo en un
maletero de un cuerpo y una cabeza de mujer que no se corresponden. Es el signo
de los tiempos. Tal vez al lector moderno no le vale ya con un tiroteo o un
envenenamiento y los novelistas se ven obligados a planteamientos cada vez más
espeluznantes. Parece que, al contrario de lo que le ocurre al atormentado
protagonista de Insomnio, al lector actual
de novela negra ya nada le quita el sueño.
La poeta
y el asesino, del periodista británico Simon Worrall, es uno de los libros más
originales que han caído en mis manos en los últimos tiempos. Su título recoge
a la perfección el punto de partida. Un bibliotecario de Amherst, localidad
donde pasó toda su vida la poeta estadounidense Emily Dickinson, recibe
noticias de la salida a subasta de un poema inédito de esta autora, escrito de
su puño y letra. El esfuerzo económico de toda la población para adquirirlo, la
ilusión colectiva y la alegría al conseguirlo chocan pronto con una decepción
terrible: ciertas circunstancias relacionadas con el documento hacen sospechar
al bibliotecario que se trata de una falsificación. Es entonces cuando entra en
juego la figura compleja y llena de recovecos de Mark Hoffman, falsificador de
increíble talento, capaz de reproducir en un papel moderno los efectos del paso
de los siglos y de asimilar la letra y la forma de escribir de un personaje
hasta hacerlas suyas. Hábil y audaz, carente de escrúpulos, marcado por la
educación represiva de la comunidad mormona en la que se crio, Hoffman
demuestra idéntica sangre fría a la hora de hacer aparecer de la nada
documentos de enorme valor que a la de cometer un crimen. Con este hilo
conductor, Worrall escribe un apasionante libro de no ficción en el que los
hechos narrados son tan singulares que, en ocasiones, parecen fruto de la
imaginación. Se aprende mucho leyéndolo: sobre los grandes falsificadores de la
historia y sus técnicas, sobre la religión mormona (con su correspondiente
carga de falsificación), sobre la caligrafía y sus secretos y sobre la
maravillosa figura de Emily Dickinson. Y, por encima de todo, el libro es una
profunda reflexión sobre la verdad y el engaño, sobre la necesidad humana de
creer y la deshonestidad de quienes
viven de alimentarla con sus imposturas.
Siempre me ha admirado la capacidad de ciertos
novelistas para captar la atención del lector sin echar mano de grandes alardes
argumentales, sin sacarse de la chistera giros sorprendentes de la trama ni
trucos con los que provocar la sorpresa, sino a través de la captación de
ambientes y el análisis de sentimientos. Es el caso de Per Petterson en Hombres en mi situación, clásica crónica
de un desamor y sus consecuencias en una familia que se desintegra. Petterson
elige el punto de vista del hombre, un escritor abandonado por su esposa, que
tras la separación se lleva consigo a las tres hijas del matrimonio. Con un
ritmo plácido y demorado, el protagonista repasa su primer año de soledad, su
desvalimiento y sus zozobras, los encuentros fugaces con mujeres que nunca
pasan de ser una anécdota, el dolor de sentir que el hilo que le une a la vida
de sus hijas es cada vez más tenue. Con la libertad que da el fluir de la
memoria, se interpolan escenas de la pasada convivencia de la pareja, de la
relación con amigos de juventud y con los padres y hermanos, perdidos en
trágicas circunstancias. Y, envolviéndolo todo, la brumosa Oslo con sus calles
y rincones asociados a una vida que no volverá a ser la misma. Hombres en mi situación es una novela
melancólica, sutil, escrita con un lenguaje exquisito, que no cae en el
sentimentalismo fácil y que alcanza momentos de un limpio y genuino lirismo.
Me disgusta pensar en el enorme desequilibrio que
reina en mis lecturas desde que me acerqué, hace ya muchos años, al mundo de
los libros. Sería complicado echar la cuenta de los autores ingleses,
estadounidenses o franceses que he leído a lo largo de mi vida (aparte de
españoles, por supuesto). En cambio, existen países o culturas (ya que, en este
caso, la estricta frontera política no me parece la forma más adecuada de
medir) a los que aún no me he acercado en el terreno literario. Me encanta cada
vez que subsano una de esas carencias e ilumino mentalmente un nuevo territorio
en el mapa de mis lecturas. Esta es una de esas ocasiones: he aquí mi primera
aproximación a la literatura islandesa. Rosa
candida es obra de la novelista Auður
Ava Ólafsdóttir, quien ha obtenido con ella un notable éxito internacional; al
parecer, han sido muchos los lectores extranjeros que han podido, gracias a
ella, iluminar el contorno de Islandia en su mapamundi lector. He de reconocer
que llegué a ella atraída por la hermosa cubierta de la edición de Alfaguara,
sin referencia alguna sobre su contenido.
Rosa candida es una novela peculiar por lo que tiene de yuxtaposición de lo
que, desde mi punto de vista, son en realidad dos novelas. La primera me atrapó
de forma inmediata: la peripecia del joven que huye del duro paisaje de su
tierra natal para emprender la recuperación de un jardín histórico en un
monasterio del centro de Europa me pareció sugerente y llena de emoción; el
narrador protagonista suscitó mi comprensión y mi simpatía y encontré un
auténtico placer en la forma en que la autora plasma la relación con su padre
lejano y los recuerdos de la madre, desaparecida prematuramente. Pero, a la
mitad del volumen, hace su aparición un personaje inesperado: la hija ―apenas
un bebé― del protagonista, concebida en una relación esporádica. La sutil
emotividad de la que la autora hace gala hasta ese momento deriva hacia el
subrayado excesivo y el sentimentalismo fácil. He de confesar que la firme
conexión establecida con el joven jardinero se aflojó para mí en cuanto este
empezó a ejercer de padre. Habrá quien disfrute de esta segunda parte que
explora la felicidad de las relaciones familiares; yo me quedo sin duda con el
difícil encaje de las pérdidas de los seres queridos y con el misterio de la
rosa de ocho pétalos con la que el protagonista viaja hasta ese hermoso jardín
de ubicación indeterminada en el que tanto me gustaría entrar.
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