DOMINGO Y SUS DISCÍPULOS
Es evidente que la piedad no va siempre unida al gusto estético. También lo es que la apreciación de los estilos artísticos se ve sometida a un constante movimiento de vaivén asociado al paso del tiempo. Cuando se cruzan ambos factores, se producen esas curiosas amalgamas, obras que son producto de la superposición de distintas formas de entender la creación artística, que con tanta frecuencia pueblan nuestras iglesias. Es el caso de la que me dispongo a comentar a continuación.
Según la tradición, Santo Domingo de la Calzada labró su propio sepulcro, que era, como cabía esperar, de extraordinaria sencillez. El santo llevaba cien años muerto cuando se decidió crear un monumento funerario más acorde con su categoría. Comenzaba el siglo XIII. Lo que se ha conservado de dicho monumento se encuentra hoy en día en la catedral de la localidad riojana que lleva el nombre del santo. Se trata de una estatua yacente que posee el carácter a la vez majestuoso e ingenuo del románico, pero en la que ya se aprecia la expresividad propia del gótico. Es una maravilla de sencillez y emotividad. Pero volveré más adelante al disfrute que me produjo contemplarla, porque no fue algo fácil de conseguir. Y aquí empieza una historia de acumulación de capas, de rectificaciones y circunstancias adversas que trae como consecuencia uno de esos extraños conjuntos artísticos de los que he hablado al principio.
La estatua yacente del siglo XIII de Santo Domingo de la Calzada está esculpida en piedra policromada, un material más humilde que los de su entorno, y resulta imposible abarcarla en su conjunto a causa de la proliferación de arcos, columnas, filigranas y barrotes que la posteridad ha ido disponiendo a su alrededor. Hay que contemplarla por parcelas, asomándose por los huecos que deja el enrejado. Retratarla es también una tarea compleja; pido disculpas por la torpeza de las imágenes que acompañan esta entrada y que fueron las únicas que pude conseguir. Aun así, la impresión que causa la estatua es extraordinaria. Santo Domingo está representado como un anciano con hábito de monje; tiene el pelo ondulado y barba, cruza los brazos sobre el pecho y su rostro transmite una profunda serenidad. Pero esta figura solemne no habría prendido tanto mi atención de no ser por sus acompañantes, unas criaturas pequeñas de aire aniñado, esculpidas en una escala distinta al santo, que flanquean el lecho mortuorio y vuelven hacia el difunto sus rostros expresivos, de un delicioso candor. A primera vista pensé que eran ángeles que acompañaban el tránsito del ilustre personaje, pero no: carecen de alas y sujetan libros que sin duda contienen las enseñanzas del santo, en clara indicación de que estas perdurarán tras su muerte. Son, probablemente, acólitos que se han empapado del ejemplo del difunto y se aprestan a difundirlo por el mundo. Pero lo más enternecedor de estas figuritas son las acciones que realizan mientras contemplan a su maestro con expresión amorosa: divididos en parejas, apoyan una mano sobre el pie del santo, se ocupan de taparlo con un lienzo a la altura del pecho o se preocupan de que su cabeza repose de forma conveniente sobre la almohada. Estos discípulos menudos e infantiles oscilan entre la contemplación extasiada de su mentor y los pequeños gestos de quien se preocupa por la comodidad física de un durmiente, en una mezcla de lo sublime y lo sencillo tan característica del arte medieval y que fue tan mal comprendida en siglos posteriores. Un dato que he pasado por alto: el sepulcro es en realidad un cenotafio, dado que los restos del santo no se encuentran en su interior, sino en la cripta del templo. Me gusta imaginar al bueno de Domingo aliviado por su liberación de tan aparatoso monumento funerario. Ojalá su trasunto en piedra pudiera escapar también de sus lujosos barrotes.
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