CUADROS RECUPERADOS (X): JARDINES
Si
tuviera que buscar una representación plástica de la puerta de acceso a la
primavera, sin duda elegiría esta. En una época en que Aranjuez distaba mucho
de ser el enclave turístico que es hoy en día, el pintor catalán Santiago
Rusiñol (1861-1931) realizó la célebre serie de cuadros que recogían rincones
de los jardines del palacio. Este que traigo hoy aquí lleva el título de Jardín
de Aranjuez. Glorieta II. En él, Rusiñol emplea el siempre eficaz recurso de
hacer del paisaje pintado una prolongación del espacio que habita el que lo
contempla: el camino flanqueado de flores se despliega frente a nosotros y nos
crea la ilusión de que podemos echar a andar sobre él; casi podemos imaginar el
ruido que producirán bajo nuestros pies las hojas y los pétalos que cubren el
suelo. El cuadro es, al igual que su referente real, todo un regalo para los
ojos. La impresión inicial de una explosión de color cede el paso, tras una
contemplación más sosegada, al descubrimiento del riguroso orden de los
elementos que rigen la escena. Los colores más llamativos se alinean a ambos
lados del sendero de acceso, como señales luminosas que atrapan nuestra
atención, mientras que el horizonte aparece cubierto por una masa verde y
tranquilizadora, interrumpida de forma simétrica por dos manchas de color
blanco. Todo está medido en esta naturaleza domesticada y apacible. Leo en la
biografía de su autor que Aranjuez fue un lugar recurrente en los viajes de
Rusiñol, y que allí le sorprendió la muerte cuando ampliaba la serie de
jardines que fue pintando a lo largo de toda su vida. Es inevitable que se me
dispare la imaginación: tal vez esta hermosa hendidura abierta en el verdor fue
para el artista la puerta de acceso al paraíso.
(Los cuadros de marzo. 2015)
El
pintor francés Paul Ranson (1864-1909) es autor de numerosos paisajes que se
alejan de la captación naturalista del entorno para adentrarse en la
construcción de un mundo estilizado y colorista. Sus motivos vegetales producen
una exultante sensación de alegría, gracias a sus imaginativos diseños y a los
radiantes tonos de su paleta. En este Paisaje al estilo japonés, el
amarillo dominante es una llamada de atención para el espectador. Colgado en la
pared de un museo, debe de actuar como un reclamo infalible. Una vez captado
nuestro interés, podemos dedicarnos con calma a analizar los elementos que
componen este decorativo tapiz de reminiscencias orientales. Una línea de tejas
rojas divide en dos el lienzo y separa el interior de un jardín de un mundo
exterior habitado por árboles blancos, montañas y dinámicas nubes. La rama del
primer término, único elemento oscuro en este universo de luz, es un prodigio
de diseño, con sus sinuosidades y recovecos. Todo un muestrario de hojas y
flores de distintos tamaños y formas rodean esta especie de mano vegetal que se
despliega sobre el paisaje. El verde, el rojo y el blanco juguetean gozosos
delante de nuestra retina. A mí los cuadros de este autor de breve vida
consiguen hacerme feliz mientras dura su contemplación, que no es poco.
(Los cuadros de mayo. 2013)
La
elección de una perspectiva insólita convierte una imagen cotidiana en una
fuente de sugerencias. El artista decide adoptar un punto de vista cenital y de
su mano nos convertimos en el pájaro que sobrevuela la escena, en la presencia
furtiva que se acerca a la protagonista sin ser notada, en el ojo de Dios que
todo lo ve. Todo eso y mucho más despierta en mí la contemplación de En el jardín, del pintor ucraniano
contemporáneo Denis Sarazhin. Gracias a la original elección del autor, podemos
observar desde arriba y a nuestras anchas a esta joven melancólica y ausente,
que sujeta bajo su mano una rama como si se tratara del recuerdo de un amor
perdido. El jardín al que se refiere el título del cuadro está más evocado que
presente, a través del precioso diseño que las sombras de los árboles crean
sobre la mesa. Sarazhin es un maestro en la recreación de las texturas: cristal
y madera, piel y tejido contrastan entre sí y a la vez se identifican por la
uniformidad del colorido, esa gama del gris al lila que envuelve el momento de
intimidad de la joven, como si el desaliento que emana de su mirada se hubiera
desbordado para adueñarse del mundo alrededor.
(Los cuadros de octubre. 2018)
En
febrero de 2020 falleció la pintora María Moreno, una artista discreta que
eligió desarrollar su carrera a la sombra de la de su marido, el gran Antonio
López. Debe de ser lo único sombrío en la obra de esta pintora de mirada
sensible y delicada, cuyos cuadros están dotados de una luz purísima que parece
emanar de rincones y objetos y que eleva su visión del entorno muy por encima
de una simple transposición de la realidad al lienzo. Encabeza estas líneas su
cuadro titulado Jardín de Poniente, una
de sus clásicas recreaciones de exteriores carentes de presencia humana. El
blanco ―color que tanto me gusta en pintura― y sus infinitos matices se
apoderan de esta escena apacible: está en los muros del edificio, en el suelo,
en las nubes y también en las flores de los árboles que, en fila, demarcan los
límites de este paraíso silencioso. Y está, sobre todo, en la luz: una luz
blanca, casi sobrenatural, que hace que este escenario cotidiano quede detenido
―me gusta pensar que lo mismo le ha sucedido a su autora tras su partida― en un
verano eterno.
(Los cuadros de febrero. 2020)
Frondosos, livianos, cerrados, abiertos, pequeños, grandes, franceses o ingleses... los jardines nos devuelven algo o a algún sitio que nos pertenece y del cual, por fuerza, por propia voluntad o por ignorancia algún día despertamos.
ResponderEliminarPara mí, los jardines suponen el punto ideal entre la naturaleza y esa vida urbana a la que no consigo renunciar. Poseen la intimidad de un recinto cerrado, el encanto de un oasis en medio de un mundo hostil. Favorecen mi tendencia al ensimismamiento, mi necesidad de volverme hacia mí misma. Son, junto a los patios y los claustros, esos espacios donde me pierdo y encuentro refugio.
EliminarGracias por tu hermoso comentario. Me hacía falta leer algo así.