LECTURAS DE MARZO (2021)
En
los últimos meses he desarrollado la costumbre ―ignoro por qué― de leer varios
libros de forma simultánea. Dos, tres o incluso cuatro obras se disputan mi
atención y me sitúan en la deliciosa coyuntura de elegir entre ellas cada vez
que tengo un rato libre para la lectura. Por eso mismo hoy tengo varias
opciones para esta sección, pero en la víspera del Día Internacional de la
Mujer, me decanto sin dudarlo por un volumen que reúne relatos de autoras
olvidadas o más valoradas por facetas artísticas distintas a la literaria. Se
trata de una de esas hermosas antologías de relatos inquietantes, de asesinatos
o de horror que saca a la luz cada cierto tiempo mi querida editorial
Impedimenta. En esta ocasión, les toca el turno a escritoras que desarrollaron
su labor entre finales del XIX y la primera mitad del siglo XX; son autoras que
exploraron el lado oscuro de la realidad, partiendo de los cánones del relato
de terror decimonónico para ir abriéndose poco a poco a nuevos horizontes. De
su mano entramos en contacto, entre otros, con un hombre importunado por un
amigo difunto que lo requiere para una misión en principio incomprensible, un
escultor que crea una obra maestra guiado por los fantasmas de su pasado, un
barco que se adentra en una niebla que rebasa lo natural, un viudo que recibe
la llamada de su esposa muerta desde el otro extremo del mundo y llega a un
extraño lugar donde cualquier deseo puede cumplirse o una empleada del gobierno
que, al recorrer un territorio apartado para censar a sus habitantes, descubre
una granja habitada por una inquietante familia numerosa. El volumen termina
con un relato en mi opinión extraordinario: se trata de El séptimo caballo, firmado Leonora Carrington, a la que conocía en
su faceta de pintora pero de la que ignoraba sus incursiones en la literatura.
En realidad, ambas facetas vienen a ser lo mismo: un alucinado viaje a un
territorio desconocido, en el que las fronteras entre lo real y lo fantástico
se funden y por el que la autora nos conduce sin detenerse a darnos
explicaciones superfluas. A Leonora Carrington se la sigue o no; en mi caso, he
de decir que me lanzo de cabeza tras sus pasos. He disfrutado enormemente con
estas Reinas del abismo; solo lo
habría hecho más si hubiera tenido en mis manos el volumen de forma física y no
digital. Pero me temo que el exiguo espacio libre de mi biblioteca no entiende
de lecturas simultáneas.
Don de lenguas es la novela en la que Rosa Ribas y Sabine Hofmann presentan a los
lectores el personaje de Ana Martí, la joven reportera que se desenvuelve en un
mundo oscuro e incómodo: la Barcelona de los años 50. En este ambiente
especialmente hostil para las mujeres que quieren desarrollar una carrera
profesional, Ana, que es además hija de un periodista represaliado por el
régimen, consigue un puesto de cronista en La
Vanguardia y se topa así con el primer caso que debe cubrir, el asesinato
de una mujer de la alta sociedad. Lo que parece en principio un simple robo que
se torció lleva poco a poco a nuestra protagonista a entrar en contacto con el
lado más crudo de la realidad. A medida que va desenredando el hilo del
misterio, Ana tendrá que enfrentarse a la crueldad policial y la corrupción de
los funcionarios, se verá minusvalorada a causa de su sexo y experimentará el
miedo a que el cruel mecanismo represor la aplaste, como sucede con cuantos
manifiestan signos de disidencia. Lo más original ―y encantador, al menos para
esta lectora― es la entrada en escena de la prima de la protagonista, Beatriz
Noguer, una eminente filóloga que pondrá sus conocimientos al servicio de la
investigación policial. Lo que los delincuentes dicen, lo que escriben, los
giros lingüísticos que utilizan, sus rasgos de expresión peculiares, son
instrumentos tan útiles para descubrir la verdad como una huella o un arma
homicida. Las dos mujeres se enfrentarán así a un mundo inmoral y violento,
armadas con ese “don de lenguas” que da título a la novela.
Los clásicos son como las sirenas del poema
homérico: nos atraen con sus hermosas voces y es imposible resistirse a su
llamada. Cada cierto tiempo, tengo que atender a su reclamo, pero pocas veces
me ha sucedido de forma tan perentoria como cuando me vi asaltada hace unos
días por unos irrefrenables deseos de leer a Dickens. Añadiré: de leer una obra
de Dickens que no conociera; no me valía, por tanto, ninguno de los volúmenes
de este autor que habitan en mi biblioteca. Dado que semejante antojo lector se
produjo a una hora bastante intempestiva, tuve que acudir al mundo de los
libros inmateriales y abrí el catálogo de la biblioteca digital que frecuento.
Fue así como descubrí esta obra de Dickens que, a fuerza de desconocida para
mí, lo era hasta en el título. La declaración de George Silverman es una
novela breve, que se lee de una sentada no solo por sus reducidas dimensiones,
sino también por el firme pulso con el que el autor nos guía por tres escalones
en la vida del conmovedor protagonista: su infancia desgraciada (especialmente
desgraciada, me atrevería a afirmar, dentro de la galería de infancias
complicadas de Dickens, lo cual es decir mucho), su adolescencia mediatizada
por un grupo de fanáticos religiosos y su juventud, en la que, por fin, el
lector cree atisbar un rayo de luz en forma del inevitable enamoramiento. La
primera parte, la dedicada a la niñez del protagonista, es de una concisión y
una fuerza sobrecogedoras; está ambientada en un sótano (primer símbolo en una
novela que abunda en ellos), que recoge de forma muy plástica la bajada a los
infiernos que supone presenciar la vida familiar de unos seres a los que la
miseria ha reducido a la condición animal. Consecuencia de estos duros orígenes
es George Silverman, un personaje serio e introvertido, que pasa revista a su
existencia desde una habitación situada también simbólicamente junto a un
cementerio, al que define, con elegante desencanto, como «última morada para corazones sanos, corazones heridos y corazones
rotos».
Leí El
pabellón número 6 de Antón Chéjov cuando era una estudiante de
bachillerato. De aquella lejana experiencia guardo dos tipos de recuerdos. Por
un lado, los táctiles y olfativos, relacionados con el ejemplar en el que lo
leí, un volumen de la clásica colección RTV que ya por entonces era viejo. Por
otro lado, la sensación que me causó y que quedó perpetuada en una frase que
acudía a mi mente siempre que evocaba este relato: “Una historia impresionante sobre un médico”. Mi cerebro no había
retenido más datos; curiosa labor de criba la de la memoria. Unas cuantas
décadas después, he recuperado esta novela breve que es, en efecto,
impresionante, y que trata, en efecto, sobre un médico, aparte de sobre muchas
cosas más. El pabellón número 6 se
abre con una de esas contundentes y sobrecogedoras descripciones en las que
Chéjov es un maestro: la del pequeño edificio anexo a un hospital donde se
albergan unos pocos pacientes aquejados de enfermedades mentales. Allí trabaja
el doctor Andréi Yefímich, un hombre sensible, consciente de la profunda
inmoralidad que supone mantener a dichos pacientes en unas condiciones
indignas. Pero Yefímich es el clásico personaje de Chéjov incapaz para la acción;
su posible lucha en contra de una institución tan denigrante se diluye y
canaliza en un trato humano y considerado con enfermos por los que nadie se
preocupa. Como es habitual en este autor, junto al protagonista desfila una
serie de personajes memorables: su único amigo, el verboso Mijaíl Averiánych;
la fiel criada Dáriuschka; el terrible celador Nikita, azote de los internos;
el resto del personal médico y, por supuesto, la galería de desdichados cuyos
desequilibrios de variada índole les han llevado a verse encerrados en un
pequeño simulacro del infierno. Esta nueva experiencia en el pabellón número
seis ha vuelto a ser impactante para mí. Y es que no solo hay que leer a
Chéjov: hay que releerlo.
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