INCERTIDUMBRES

Desde hace años, cada vez que las vacaciones llegan a su fin y debo reincorporarme a las clases, tengo un sueño recurrente. Me encuentro en un edificio que (así lo siento y estoy por completo convencida de ello) es el instituto en el que trabajo, pero al mismo tiempo, a juzgar por su apariencia, no lo es en absoluto. Aquí entra en juego toda la parafernalia del émulo de Orson Welles que dirige mis sueños: se trata de edificios extraordinarios, de dimensiones desmesuradas y trazados sinuosos, con techos que se pierden en las alturas, sótanos de los que es imposible escapar, desvanes a los que no se llega nunca y escaleras que se elevan en violentos contrapicados y me hacen sentir pequeña e incapaz de ascender por ellas. Yo tengo clase en breve y pongo todo mi empeño en ser puntual, pero me pierdo inevitablemente en estas arquitecturas imposibles: subo y bajo por escaleras que cada vez desembocan en un sitio diferente, indago por aulas vacías, me veo retenida por pequeñas contrariedades que me entretienen. Y, mientras tanto, la angustiosa sensación interna del avance de las manecillas del reloj. En un momento dado, comprendo que voy a llegar tarde y emprendo la búsqueda de forma frenética. Asciendo, deambulo, desciendo, corro, me encaramo, me pierdo una y otra vez. Pero es inútil: estos edificios que tienen algo de catedral, de subterráneo y de caserón abandonado, pero también de ser vivo, me ganan siempre la partida. Al final, me rindo a la evidencia de que no solo voy a llegar tarde; no voy a llegar en absoluto y no podré dar mi clase. Me inunda entonces una pesadumbre desproporcionada.

Hace un par de días, cuando mi inconsciente empezó a asimilar la idea de que las Navidades de este año desconcertante empezaban a ser parte de la historia, tuve una nueva versión de este sueño que acabo de contar. En esta ocasión, se eliminaba por completo el elemento arquitectónico y no eran las trampas físicas del edificio las que me impedían ser puntual. No existían obstáculo alguno ni intrincados vericuetos y, sin embargo, yo tenía la certeza de que no iba a llegar a tiempo de dar mi clase. Como en una obra de teatro del absurdo, existía un elemento inexplicable que me impedía moverme y que yo aceptaba con perfecta naturalidad. Iba a llegar tarde, de manera irremediable, pero sin razón alguna. Como Vladimir y Estragón al final de Esperando a Godot, mostraba mi intención de marchar, pero me quedaba completamente inmóvil. Un sueño perturbador y carente de lógica, en consonancia con los nuevos tiempos. 

Estos sueños que, supongo, hablan del miedo a no abarcar todo lo que implica mi trabajo (no llego, no llego, es el angustioso mantra que me repito mientras duran), están en la línea de otros dos que tengo desde hace mucho más tiempo y que están relacionados con el teatro. El primero tiene que ver con el vestuario y el maquillaje. Está a punto de alzarse el telón y apenas he empezado a maquillarme, o debo buscar la indumentaria adecuada para mi personaje entre un montón de prendas desordenadas. En el segundo, debo salir a escena y, aunque tengo una ligera idea sobre la obra (la he representado hace años y recuerdo algún pasaje), no me sé el papel. En ambos casos, no hay forma de escapar de esa especie de emboscada que me llevará en unos segundos a pisar el escenario a medio caracterizar, con ropa inadecuada o ignorando las réplicas que debo dar a los otros actores. 

Me acuerdo ahora de estos sueños inquietantes porque tengo la impresión de que vienen más al caso que nunca, en este umbral en el que nos hallamos, dando los primeros pasos en un territorio plagado de inseguridades. Ignoro si me perderé en alguna revuelta de estos doce meses que acabo de estrenar y que se me antojan especialmente enrevesados, o si conseguiré estar a punto, con el maquillaje y la ropa impecables, cuando empiece la función. De lo que estoy segura es de que este papel que me toca interpretar en el 2021 no me lo sé. La obra me suena, la he representado en alguna ocasión, pero no es la misma. Estoy entre cajas, oyendo los rumores del público que bulle al otro lado del telón a punto de abrirse, y no puedo evitar que me domine la incertidumbre.

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