Una
lesión me ha tenido dolorida y medicada durante la segunda mitad del otoño. En
esas condiciones, quien lo probó lo sabe
(que diría el gran Lope), las noches se hacen eternas. Esas horas que parecen
transcurrir a una velocidad anormalmente lenta son terreno abonado para la
lectura; en mi caso, por alguna razón que se me escapa, para la lectura de
novela negra. En esta maratón de crímenes, investigaciones, coartadas y armas
homicidas en la que me he visto inmersa durante el último medio mes, he tenido
oportunidad de subsanar una omisión imperdonable para una amante del género:
leer la novela en la que Georges Simenon presenta a su inmortal personaje, el
comisario Maigret. «Imponente y macizo,
con las manos en los bolsillos y la pipa en la comisura de la boca»: así
describe por primera vez el novelista a la criatura recién salida de su
imaginación para protagonizar la historia titulada Pietr, el Letón. La trama gira en torno a un misterioso personaje
duplicado en apariencia y experto en dar el esquinazo a los agentes que
intentan darle caza. En su investigación, Maigret irá sacando a la luz una red
de relaciones humanas complejas y tortuosas, de rencores enquistados en el seno
de la familia y las relaciones sentimentales. Este comisario de contundente
presencia física y pertinaz empeño en destapar criminales está creado a base de
trazos rápidos y expresivos, con una singular atención a los detalles
cotidianos reveladores: la resignación de la señora Maigret, que cocina para un
marido perpetuamente ausente; la dureza física de las vigilancias y
persecuciones en un clima húmedo y desapacible, que tiene al comisario siempre
empapado, aterido y en busca de un fuego al que arrimarse. Semejantes concisión
y expresividad a base de elementos mínimos se extienden a la descripción del
resto de los personajes, las acciones y los ambientes en que se desenvuelve la
historia. Simenon no malgasta palabras ni tiempo y confía, además, en la
capacidad del lector para completar lo que da por sabido o no se molesta en
explicitar. La acción avanza así a un ritmo trepidante, y el que quiera
seguirla sin perderse debe tener todos los sentidos tan alerta como lo están en
todo momento los del sagaz comisario.
Ya
he comentado más de una vez en este espacio que uno de los puntos de interés de
la novela negra es el análisis que conlleva de una sociedad determinada: de la
mano del investigador, se van desgranando no solo las circunstancias del crimen
y las motivaciones de los personajes, sino también la forma de vivir de estos,
el ambiente que los rodea, los signos definitorios de su tiempo y su país. Un
aliciente especial en este sentido es el hecho de que la novela se desarrolle
en un lugar alejado, con características muy distintas a las del entorno del
lector. Así sucede con la serie policiaca escrita por el novelista chino Qiu
Xiaolong y protagonizada por el inspector jefe Chen Cao, un tipo de espíritu
refinado que iba para literato pero al que los designios del todopoderoso
Partido empujaron a una carrera policial que, curiosamente, desempeña con
notoria solvencia. Por las páginas de este autor desfila la China actual, con
las abismales diferencias entre la opulencia de los altos cargos del Partido y
el pueblo condenado a vivir en casas compartidas, con su férreo control sobre
la libertad de expresión y, en el caso de El
crimen del lago, con el terrible problema de la contaminación como elemento
fundamental de la trama. El inspector Cao se dispone a pasar unas relajadas
vacaciones en las orillas del hermoso lago Tai, pero nada sucede como esperaba:
las aguas del lago resultan estar afectadas por un gravísimo problema de
vertidos tóxicos y su tiempo de descanso se ve alterado por un crimen cometido
en una de las empresas responsables de dicho problema ambiental. Con ritmo
demorado y una delicada visión de la realidad ―con frecuencia este singular
inspector subraya un hecho o un elemento del paisaje recitando un poema―, el
protagonista entra en contacto con los implicados en el asesinato, se toma su
tiempo para dialogar con ellos y se va adentrando en aguas cada vez más oscuras
y profundas.
Lorenzo
Silva se alía por tercera vez con la novelista y poeta Noemí Trujillo para
afrontar la complicada tarea de escribir un libro a cuatro manos (que tal vez
no lo es tanto si se lleva a cabo, como es el caso, por dos compañeros de
vida). Se trata de una novela negra ―género en el que Silva ha demostrado
sobrada solvencia a estas alturas― protagonizada por la enérgica y visceral
inspectora de homicidios Manuela Mauri. La novela va precedida por unos
estremecedores versos de Primo Levi, pertenecientes al libro titulado precisamente
Si esto es un hombre: «Considerad si es
una mujer / quien no tiene cabellos ni nombre». El poema de Primo Levi es
una desgarradora llamada de atención a los que vivimos a resguardo de la
miseria para que volvamos la mirada hacia nuestros hermanos, los menos
afortunados, los excluidos de la sociedad. En consonancia con este tono
inicial, la trama de Si esto es una mujer
tiene como punto de partida uno de esos crímenes que con frecuencia pasan
inadvertidos y en los que se pone el empeño justo antes de archivarlos; un
crimen que tiene como víctima a una mujer perteneciente a uno de los grupos más
desfavorecidos, el de las inmigrantes objeto de explotación sexual. Este
asesinato “de segunda categoría” es el que motiva a la inspectora Mauri a reincorporarse
al trabajo después de un tiempo de alejamiento a causa de un problema personal.
He de decir que la novela se lee sola y que literalmente me la he devorado.
Manuela Mauri, desenvuelta y bronca, empática con los más débiles y poseedora
de una hábil y aguda forma de investigar, es una estupenda compañera en este
viaje a los vergonzosos fondos de nuestra sociedad. Y un detalle encantador
para los incondicionales de Silva: en un momento dado, la inspectora Mauri echa
mano de la ayuda de un conocido en el que confía, que no es otro que nuestro
querido Bevilacqua, protagonista habitual de las tramas policíacas de este
autor. Verlo aparecer de forma inesperada en la historia ha sido como
reencontrarse con un viejo amigo.
Nudos y cruces es el título inaugural de la serie negra firmada
por Ian Rankin y protagonizada por el inspector de la policía de Edimburgo John
Rebus. En la línea de los autores clásicos del género ―Chandler, Hammett―,
Rankin crea un personaje que tiene una buena dosis de antihéroe y un mucho de
perdedor: solitario, dolorido por la separación de su esposa y el
distanciamiento de su hija, víctima de una traumática experiencia como soldado
de la que no consigue desligarse. Este investigador negado para la vida
práctica y que intenta sacar la cabeza del agujero negro en que se encuentra
sumido, se ve envuelto en una trama criminal que, literalmente, viene a llamar
a su puerta, cuando un asesino de niñas se dedica a dejarle misteriosos
mensajes que no son otra cosa que los enigmáticos nudos y cruces que dan título
a la novela. Dado que el título original tiene un doble sentido que se pierde
en la traducción, es posible que el lector en lengua inglesa se vea antes
alertado del juego en el que se invita a participar a nuestro protagonista,
juego que lo llevará a adentrarse en las tripas mismas de la ciudad. Y es que,
en la que es la escena más impactante de la novela, se produce una persecución
por la complicada red subterránea de túneles que en tiempo sirvieron de
calabozos y que en la actualidad se emplean como almacén para los fondos de la
Biblioteca Nacional. Un viaje físico a lo escondido, paralelo al
esclarecimiento de unos crímenes atroces cuyas raíces se encuentran en lo más
profundo del inconsciente.
La
clásica relación entre criminal, investigador y lector queda subvertida en esta
novela de sugerente título del escritor coreano Kim Young-Ha. Como en el género
negro tradicional, hay un crimen cuya autoría debe ser descubierta, pero en
este caso quien tira del hilo es el propio criminal, un anciano aquejado de
alzhéimer que lucha por rescatar de las garras del olvido su terrible pasado de
asesino en serie y por discernir lo que hay de realidad y de invención propia
en su desviada percepción del mundo. Quién
sabe si mañana seguiremos aquí es una angustiosa carrera contra la
destrucción del propio yo, a la vez que una exploración de la peculiar
psicología de una mente criminal. El impacto que me produjo ver la cubierta y
leer el título de esta novela en el escaparate de una librería ha traído como
consecuencia el descubrimiento de una lectura breve, intensa y original. Sirva
de colofón a este otoño que ha estado lleno para mí ―en el campo de la ficción,
por fortuna― de detectives, víctimas y asesinos. Esta novela demuestra que la
búsqueda más profunda y desazonante puede ser la que nos lleva a indagar en
nuestro propio interior.
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