FUNCIÓN CANCELADA
He de reconocerlo aunque me moleste: en la proliferación navideña de campañas publicitarias centradas en el virus que ha emborronado este año de bonita cifra y ya mal recuerdo, mi anuncio favorito es el de una empresa desmesurada y omnipresente que se ha colado en nuestras vidas con insidiosa eficacia, que está fagocitando el pequeño comercio y nos ha convertido en compradores perezosos que tienen a su alcance el mundo entero a un golpe de clic. No seguiré con mi invectiva y me voy a conceder, además, el capricho de no nombrarla. Voy con las imágenes que me han conmovido, muy a mi pesar.
El
anuncio en cuestión presenta a una encantadora estudiante de danza clásica a la
que eligen para el papel principal de la función de su escuela. Sus incansables
entrenamientos se ven pronto marcados por la llegada de la pandemia y la vemos
bailar frente a la pantalla de su ordenador, donde en una serie de casillas se
puede ver a su maestro y sus compañeras, danzando a su vez. La vemos entrenar
en el salón de su casa, en el dormitorio, en la azotea e incluso en la
escalera, utilizando la barandilla como barra de ensayo. En varias ocasiones,
se cruza con un joven vecino y ambos se miran ilusionados; el romance está servido.
Pero entonces llega una carta de la escuela de danza en la que se comunica que
la función se ha cancelado y la decepción y el desánimo de la jovencita son
terribles. Es aquí donde entra en juego un personaje al que hemos visto
tangencialmente, una hermanita pequeña que decide intervenir y deposita tarjetas
dibujadas a mano en los buzones de los vecinos. Esta acción desencadena otras,
y vemos a la madre cosiendo un vestido blanco, al vecino enamorado realizando
la compra electrónica ―era inevitable el guiño― de una potente linterna y a la
pequeña urdidora de la trama enseñando a su hermana mayor la tarjeta que ha
hecho circular por el vecindario, y que no es otra cosa que una invitación a
una función de danza. La noche señalada, la protagonista se calza sus
zapatillas, se arregla con su tutú y su tocado y se dispone a actuar en la
azotea del edificio. Su joven enamorado la ilumina con su linterna, la
bailarina ejecuta su preciosa danza y los vecinos, asomados a las ventanas, aplauden
con un calor que compensa los copos de nieve que empiezan a caer. Puedo
asegurar que, la primera y única vez que vi este anuncio en la televisión ―no
soy muy televisiva―, sentí que la temperatura del salón se llenaba de una
cálida y reconfortante sensación de fraternidad.
Aparte del eficaz componente sentimental de este anuncio, que es además una narración impecable, hay una razón para que me haya conmovido de forma especial: la elección de un tema al que, por cuestiones profesionales, estoy vinculada. La publicidad navideña ha explotado hasta la extenuación los viajes que no se han hecho en estas fiestas, las videoconferencias que conectan a familiares y amigos distanciados en kilómetros pero cercanos en afecto, los actos de sorprendente solidaridad de niños con vecinos solitarios, los chascarrillos sobre gafas que se empañan a causa de la mascarilla y cenas en las que los alimentos se congelan por seguir escrupulosamente las normas de ventilación. Pero nadie, que yo sepa, se había fijado en esta generación de jóvenes artistas, de bailarines, actores, cantantes y músicos, que han vivido con tristeza la cancelación de su primera función. Yo he pensado mucho en ellos, sobre todo en mis alumnos de bachillerato artístico que no pudieron pisar las tablas en junio pasado para la representación que es el objetivo final de su aprendizaje. Bienvenido, pues, este anuncio, aunque venga de quien viene.
Esta pandemia ha estado y está plagada de cancelaciones. Reuniones familiares y de amigos, viajes, actividades lúdicas y deportivas, tertulias, grupos de yoga y de danza, clases de cocina o de pintura, clubes de lectores. Es una lista interminable y cada cual la aumentará añadiendo todas esas cosas que le proporcionan alegría y que se ha privado de hacer. No es nada grave, en realidad, si lo comparamos con la tajante e irreversible cancelación de los que no podrán reanudar actividad alguna después de encontrarse con este virus destructor. Pero me concedo la licencia en este fin de año, terreno abonado para lo sentimental, de fijarme en lo pequeño y de rendir mi homenaje a los jóvenes artistas que se han visto privados de su primera función. Vendrán otras, en el mejor de los casos (así se lo deseo), pero puedo afirmar por experiencia propia que no hay entusiasmo equiparable al de construir con los compañeros una muestra que es un compendio de lo aprendido y lo sentido durante los años de estudio, de las emociones compartidas, de los desencuentros, amistades, amores, celos y decepciones, de las barreras superadas y las manos tendidas, y sobre todo de la hermosa, hermosísima e incomparable, energía del grupo. He visto a unas cuantas generaciones de actores, músicos y danzarines recibir los aplausos del público en apretada formación, al final de esa primera función de su vida. Pocos grupos humanos son tan compactos y felices, tan unánimes en su alegría. En sus rostros se dibuja una satisfacción que rebasa lo puramente escénico. Las tablas que pisan en esos momentos son un territorio irrepetible; doy fe de que es inútil buscar un espacio semejante en el mundo adulto. Se me ocurre que a lo que más se parece esta función inaugural de la vida de artista es al primer amor.
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